El principal problema de la OTAN no se llama Emmanuel Macron, se llama Donald Trump. La OTAN, nacida en 1949 como uno de los principales derivados del inicio de la guerra fría, presenta un curioso balance. Algunos le llaman «una mala salud de hierro». Es una poderosa máquina militar, o mejor dicho, político-militar. Su principal éxito entre 1949 y 1990 fue paradójico: no tuvo que entrar nunca en operaciones militares, el propósito para el que fue creada era contener (o disuadir) a la Unión Soviética, que no lo olvidemos, respondió entonces creando su propia alianza político-militar, el Pacto de Varsovia.

Fue desde luego un éxito que ambas alianzas compartieron muy a su pesar, el argumento era sólido: «Gracias a que existo, la otra parte, el enemigo, no me puede atacar». En términos militares ¿cabe mayor éxito? La guerra fría tenía una lógica imparable, de partida de ajedrez en la que las armas nucleares garantizaron desde muy pronto que aquello sería en términos militares una larga partida destinada a acabar en tablas.

¿Así que no ganó nadie? Y tanto, ganó en términos políticos la Alianza Atlántica, que en 1991 se quedó sin enemigo y en un estado de considerable desconcierto estratégico. Del que no ha salido aún, esta es la cuestión fundamental. En su segunda vida, desde 1991 hasta hoy, la OTAN ha sido una cosa mucho más compleja de gestionar.

En ocasiones en los 90, con Clinton, fue llamada a aparecer como el «brazo armado» de un cierto multilateralismo occidental. Véase Bosnia Herzegovina y Kosovo, donde bajo el liderazgo de Estados Unidos la OTAN actuaba con fuerza pero en nombre de una cierta visión del Derecho Internacional.

En la década siguiente, ya dentro del siglo XXI, la OTAN tuvo que aprender a decir que no. Por ejemplo al presidente Bush y su delirante aventura militarista de la invasión de Irak en el 2003, nada menos que en la sede de Naciones Unidas.

A estos efectos, el no llegó de la mano del más gaullista de los presidente franceses, Jacques Chirac. Pero paradójicamente por las mismas fechas la OTAN se enroló en el conflicto afgano bajo las siglas ISAF y bajo mando norteamericano.

En suma, con el fin de la guerra fría la OTAN pasó de ganar sin combatir a implicarse en combates militares nada fáciles de ganar. Es decir, no es lo mismo no perder una guerra que ganarla, porque lo que más cuesta de una guerra es, además de no perderla militarmente, ganarla políticamente. Y en esto llega lo más difícil para la OTAN, que no es si Macron alza la voz o Merkel intenta matizar el tono. Lo peor es Trump, cuya política exterior consiste en debilitar una a una todas las instituciones que no le gustan. Aquí es donde la OTAN lo tiene difícil.