Hace una semana, Asaad estaba en Salónica. Había llegado allí seis meses atrás, después de haber pasado un año entero viviendo en el campo de refugiados de Moria. Pero ahora Asaad está en Turquía. Lo explica mientras sostiene en la mano los pocos papeles del asilo griego que le quedan, indignado y aterrado a la vez. «La semana pasada estaba en Salónica. Pero este sábado pasado me agarraron en la calle, destruyeron mis papeles en mi cara y me detuvieron. Y después, me mandaron aquí. Estoy solo. Mi familia sigue en Grecia. Estoy solo en Turquía», explica Asaad desde Edirne, donde lleva un par de noches durmiendo al raso, en un edificio a medio construir en la estación de buses de la ciudad.

Asaad tiene ahora un dilema enorme: no sabe qué hacer. Si consigue pasar a Grecia, si intenta reunirse de nuevo con su familia, la policía griega le volverá a detener, teme que le robe todo y le mande de vuelta al río Evros, que marca la frontera entre ambos países. Si se queda en Turquía, se arriesga a que, sin papeles, los turcos le deporten hacia Siria. Asaad está atrapado.

BAILE DE CIFRAS / Con él, miles de personas. Desde el pasado jueves, desde que Turquía decidiera abrir las puertas hacia Grecia, la región de Edirne se ha llenado de varios miles de sirios, afganos, paquistanís, somalís, iraquís, iranís y un largo etcétera de nacionalidades que intenta cruzar hacia Europa. La ONU estima que son algo más de 13.000; Turquía -a la que le interesa decir que son muchísimos-, más de 100.000.

Más allá de los números, están todos absolutamente desesperados. ¿Qué hacer? La misma pregunta se hacen todos. «¿Hacia adónde ir?» Y ninguna opción parece buena. «Cuando escuchas a un presidente decir algo, pues te lo crees, ¿no? -dice Alí, un afgano que lleva, como el sirio, un par de noches durmiendo en el edificio semiderruido al lado de la estación de Edirne-. Es alguien importante; no va a mentir. Así que cuando Erdogan nos dijo que la frontera estaba abierta, vinimos».

«Pero estamos aquí -continúa Alí- y vemos que está todo cerrado. Y además, si conseguimos pasar, los griegos nos pegan, nos roban y nos devuelven al agua. No sé qué hacer. No puedo hacer nada. Pienso en volver a Estambul, pero lo abandoné todo para venir aquí».

DOS VIDAS PERDIDAS / Hace tiempo que las ventanas de las ruinas donde han pasado la noche Alí y Asaad ya no están a su puesto, si es que alguna vez lo estuvieron; las paredes, que han perdido toda su pintura, están cubiertas de una capa espesísima de hollín. En ese lugar han pasado la noche varias decenas de refugiados, casi todos familias con niños. Algunos padres dicen que sus críos, del frío que han pasado durante la noche, no pueden ni levantar un dedo.

«Yo intentaré pasar -dice un paquistaní, que no ha dormido en el edificio sino dentro de la estación de autobuses-. Llevo aquí tres días y aún no lo he intentado, pero lo haré. Y si me deportan, lo volveré a intentar. Estaré aquí una semana; un mes si hace falta. Pero lo haré. No tengo nada que perder».

Sin embargo, sí que hay cosas que perder. Ayer, por primera vez en esta nueva crisis, murieron dos personas -una de ellas, un niño- cerca de la isla de Lesbos tras volcar la lancha en la que viajaba con su familia. La otra, un joven sirio que recibió un disparo con una bala de goma en la garganta, según algunos testigos. Su muerte se pudo ver en un vídeo publicado en internet por otro refugiado. Los testigos acusan a la policía griega. Esta lo niega.

Pero lo que está claro, tras cuatro días de intentos de miles de personas de entrar a Grecia, es que la técnica de los griegos de usar todos los medios posibles para frenar a los refugiados está funcionando. Los golpes, el blindaje, el alambre de espino electrificado, el gas lacrimógeno, disparos al aire, los robos, los baños forzados al río han servido para que algunos los migrantes que querían llegar a Europa a cualquier precio, hoy se lo piensen dos veces. Algunos, incluso, intentan volver a Estambul.

EL OTRO TEMOR / «No sé nada. Nadie sabe qué va a pasar -dice Huséin, un padre de familia afgano, que lleva una noche acampando en la orilla turca del río-. No podemos volver; no podemos pasar. Nos obligan a dormir aquí, al raso, y nadie nos viene a ayudar. Solo algunos locales que nos traen pan y agua. Pero hace días que no como caliente. Yo me voy. Me rindo. No puedo más». No obstante, circulan rumores: muchos refugiados aseguran que si intentan irse, la policía turca les para en la autopista que va a Estambul y les obliga a dar media vuelta.

Sin embargo, ayer por la tarde, en Ipsala -unos kilómetros al sur de Edirne- la gendarmería turca ayudaba, a golpe de porra y con malas pulgas, a cargar varios autobuses que volvían hacia Estambul. El billete valía 80 liras (unos 12 euros al cambio). Estos días, en la frontera entre Turquía y Grecia, nada está claro. Solo el desespero de los que intentan encontrar un lugar mejor para vivir, ellos y sus familias, pero sin embargo, se encuentran atrapados.