En el 2008 George Bush andaba con los índices de aprobación tan por los suelos, en caída libre hasta quedar por debajo del 30%, que para John McCain era mejor no tenerlo cerca haciendo campaña. En el 2000, en cambio, Bill Clinton iba sobrado de popularidad pero Al Gore, el vicepresidente que pretendía sucederle en la Casa Blanca, no podía superar el enfado porque el jefe le hubiera mentido durante el escándalo de Monica Lewinsky. Ejemplos similares, con sus particularidades, han dominado el último siglo de las campañas presidenciales, pero la tradición se ha roto con Barack Obama. El 44o presidente de Estados Unidos se ha involucrado en la lucha por su sucesión como ningún otro en al menos 100 años. Y el suyo es algo más que un esfuerzo a favor de Hillary Clinton. Obama está peleando por su legado.

Desde que en junio pudo deshacerse de la máscara de imparcialidad con la que se había cubierto en primarias (aunque sin excesivo éxito, pues siempre estuvo clara su preferencia por la nominación de Clinton sobre la de Bernie Sanders), Obama dejó clara su intención de jugar un papel activo para lograr que su secretaria de Estado llegara a la presidencia. “Estoy con ella, entusiasmado y no puedo esperar a salir ahí fuera a hacer campaña por Hillary”, dijo en el vídeo de tres minutos en el que la definió como “la persona más cualificada en la historia” para el más alto cargo del país.

No eran solo palabras. El 5 de julio Obama apareció por primera vez con la aspirante demócrata en un mitin en Carolina del Norte(el mismo día en que el ahora vilipendiado director del FBI, James Comey, daba una alegría a la candidata al anunciar que no recomendaría presentar cargos por el caso de los correos que reabrió el viernes pasado). Ese mes Obama pasó también por la Convención (aunque fuera el discurso de su esposa, Michelle, el que dejara más huella). Y tras una pausa de verano, ha encarado la recta final de la campaña con su implicación sin precedentes, que le ha llevado en octubre a tener cada semana entre uno y tres actos a favor de Clinton y cuya traca final arrancó este martes, cuando Obama abrió en un acto en Ohio un maratón que no acaba hasta el lunes y que pasa también por Carolina del Norte y por Florida (con dos visitas a cada estado), Nuevo Hampshire y Pensilvania, donde el presidente y su esposa se unirán a la candidata, el expresidente Bill Clinton y su hija Chelsea en el acto de cierre de campaña.

VOTAR POR, NO SOLO CONTRA

El mensaje de Obama en esos actos no es único. Defiende con pasión a Clinton, un hecho que cobra especial relevancia tras la lucha intestina que los enfrentó a los dos en las agrias primarias del 2008. Ataca a Donald Trump aunque sin insultar a sus votantes (“la gente se convence a sí misma de que quizá no es tan malo pero lo es”, decía el martes). Y, sobre todo, aboga por mantener su legado, sin duda consciente de que si llega a la presidencia el candidato republicano podría borrar de un plumazo logros que él ha conseguido usando su poder ejecutivo, como la firma del acuerdo contra el cambio climático, el que puso fin al programa nuclear militar de Irán o algunas medidas a favor de losinmigrantes. “Todo ese progreso se tiraría por la borda si no hacemos la elección correcta”, suele decir Obama, que en sus discursos intenta transmitir el mensaje de votar a favor de cosas como el “progreso”, la “justicia”, la “tolerancia”, la “igualdad” o la “decencia”, y no solo contra Trump.

La meta de Obama es clara: la movilización, en particular la de algunos grupos que fueron parte fundamental de la gran coalición que le llevó a la Casa Blanca, como jóvenes y negros. Por eso se ha hecho común ver al presidente en los programas de televisión de cómicos como Samantha Bee, Jimmy Kimmel, Stephen Colbert o Jimmy Fallon, encontrárselo en Snapchat o escucharlo en programas de radio de público mayoritariamente negro, a los que solo en septiembre y octubre ha concedido 13 entrevistas.

En sus discursos en mítines incluso ha resucitado al primo Pookie, un personaje ficticio que inventó en su campaña deL 2008, con el que ejemplifica la necesidad de los demócratas no solo de ir a votar personalmente, sino de movilizar a otros. “El primo Pookie está sentado en el sofá ahora mismo viendo fútbol. No ha votado en las últimas cinco elecciones. Tenéis que cogerlo y decirle que vote”, decía hace unos días en Nevada, otro de los estados decisivos en los que ha hecho parada. Y a Pookie le ha salido compañía, “Javier”, otro personaje ficticio con el que Obama lanza el mismo mensaje de movilización a los 27 millones de latinos que pueden votar este año, el 12% del electorado.

EL CONGRESO

Obama, además, se está involucrando en luchas más allá de la Casa Blanca, sumando esfuerzos a los intentos demócratas de recuperar el control de una o las dos cámaras del Congreso. Olvidando la distancia que muchos de su propio partido mantuvieron con él en las legislativas del 2014, el presidente ha grabado anuncios para tres aspirantes a gobernador, ocho candidatos al Senado y 10 a la Casa de Representantes y ha participado en más de 25 actos de recaudación de fondos para ellos. Y parte de su estrategia en esa parte de la campaña es atacar a los aspirantes republicanos vinculándolos al candidato presidencial del que muchos tratan de distanciarse. “Trump no salió de la nada”, acostumbra también a decir Obama.

Dicen sus allegados que el supercompetitivo Obama está disfrutando de la carrera, aunque esta se haya igualado peligrosamente mucho más de lo que se predecía en esta recta final. Pide datos sobre cómo están las operaciones sobre el terreno y mantiene conversaciones sobre las competiciones por escaños o gobernadurías. Y con su energía e índices de aprobación que se mueven alrededor del 55%, es un arma vital para Clinton. Lo que está por ver es si es lo suficientemente efectiva.