En enero del 2018, Bulgaria coronaba el hito de asumir la presidencia del Consejo Europeo (CE) por primera vez. Una inyección de prestigio para un país con un bagaje de poco más de una década en el club comunitario y un espaldarazo de autoestima para el devenir del pueblo más pobre del continente. O eso parecía. Porque pocas efemérides han lucido una cara B tan perversa como la de esta ocasión: El Ejecutivo de Sofía se convertía en el primero en liderar la alta instancia comunitaria bajo el escrutinio del Mecanismo de Cooperación y Verificación (MCV), un órgano que actúa cuando un miembro no cumple con los compromisos comunitarios en materia de libertad, seguridad y justicia.

Un tutelaje entre lo paternal y lo humillante, que evidenciaba que Bulgaria no solo era, es, la nación más pobre, sino que también está considerada la más corrupta de toda la UE. De hecho, el MCV se creó ex profeso por la incorporación de Rumanía y Bulgaria en el 2007, cuando se les diagnosticaron severas lagunas por superar en cuanto a su modelo de justicia. La medida tenía un carácter transitorio «para ayudar a ambos estados a subsanar sus deficiencias».

La Comisión estableció una serie de obligaciones en aras de que búlgaros y rumanos pudieran ejercer plenamente sus derechos como ciudadanos de la UE, al tiempo que se implementaron indicadores para evaluar los avances. Unos parámetros que, en el caso de Bulgaria, se centraban en la independencia, la profesionalidad y la eficacia del sistema judicial, así como la lucha contra la corrupción y la delincuencia organizada.

La paradoja se revela al conocer que la desconfianza no es recíproca: los búlgaros ocupan el segundo lugar entre los europeos que profesan mayor confianza en la Unión Europea.