Venezuela parece reunir las condiciones de una tormenta perfecta: por un lado, el derrumbe económico y las privaciones de todo orden, incluida la falta de gasolina en un país petrolero por excelencia. Por el otro, el acecho de Estados Unidos. A todo esto se suman las consecuencias derivadas de la lucha contra la pandemia, que hasta el momento ha provocado, según cifras oficiales, 11 muertos y 1.245 infectados. Se calcula un desplome del producto interior bruto del 25%, precedido por una caída en el 2019 del 35%. Sin embargo, el presidente Nicolás Maduro se mantiene aún en pie. La oposición, que predijo su caída vergonzante en enero del 2019 y falló en la profecía terminal dos meses después, no puede todavía salir del laberinto que construyó sobre la base de esos entusiastas augurios.

El diputado Juan Guaidó, autoproclamado autoridad ejecutiva interina con el reconocimiento de Donald Trump y otros 54 gobiernos, es hoy por hoy apenas un protagonista lateral de la deriva venezolana. No faltan opositores que cuestionan a estas alturas su liderazgo. A la par, el madurismo redobla el control social y militar en el contexto de la cuarentena por la pandemia. El antimadurismo se encuentra dividido. Su ala más radical quedó seriamente debilitada después de promover una fallida incursión armada desde fuera del país y con el apoyo de una consultora militar de EEUU.