Un presidente como Donald Trump, que llama a la rebelión contra el confinamiento en estados con gobernadores demócratas -«liberad Michigan, liberad Minnesota y liberad Virginia», tuiteó-, sería capaz de negarse a acatar el resultado de las elecciones presidenciales del próximo noviembre. No hay precedentes más allá de un gobernador republicano de Tejas que se parapetó en 1874 en la oficina durante tres días. Hasta ahora era un escenario impensable en EEUU. Con Trump, ya no. Más allá de sus bromas de quedarse 20 años en la Casa Blanca, hay señales peligrosas. Tras ganar en el 2016, acusó de fraude a Hillary Clinton; dijo que millones de personas habían votado ilegalmente. Esta vez está dentro, habría que sacarle del Despacho Oval.

El que fuera su abogado personal, Michael Cohen, ahora en la cárcel, lo advirtió en una de sus comparecencias en el Congreso: «nunca habrá una transición pacífica». Es un escenario en el que trabajan los demócratas. Creen que solo una victoria aplastante evitaría la crisis. También preocupa su cuenta de Twitter, que llame a sus partidarios a defender la Casa Blanca. Estamos en un escenario con 30 millones de parados.

Trump podría denunciar un fraude masivo y judicializar el resultado de noviembre en espera de que un Tribunal Supremo dominado por conservadores le dé la razón. Está el precedente de las papeletas mariposa de Florida en el 2000, un fallo que dio la presidencia a George W. Bush. Era solo un estado. En noviembre podría haber pleitos en una docena.

Situación imprevista

La Constitución establece, en su Vigésima Enmienda Sección Primera, que los mandatos del presidente y del vicepresidente terminan el 20 de enero a las 12 del mediodía del año que sigue al de las elecciones. Entre los comicios y el traspaso de poder, el presidente no podría utilizar el servicio secreto ni las Fuerzas Armadas para protegerse. Fuera de la Casa Blanca perdería su inmunidad.

Estamos ante un presidente peligroso, divisivo e irresponsable que se siente acorralado por una situación imprevista. Aunque falta más de medio año, las encuestas empiezan a darle la espalda. No son solo sus ideas locas sobre las inyecciones de lejía y su deseo infantil de dar con una tecla mágica para que desaparezca la pesadilla, es la sensación de que solo le interesa su suerte, no la salud de la gente.

Corre el riesgo de perder en algunos de los estados clave, en los que se juega la presidencia: Michigan, Wisconsin, Florida, Pensilvania, Arizona y Minnesota. Sin ellos no hay Casa Blanca. Los sondeos auguran una victoria demócrata en la Cámara de Representantes, mientras que ya suenan las alarmas en el Senado. Su mayoría de tres escaños empieza a estar en riesgo. En el partido se huele el miedo: Trump puede ganar o arrastrar a los republicanos en la debacle.

El epidemiólogo Anthony Fauci, que asesora al presidente, dijo esta semana que el país debe estar preparado para un mal otoño y un mal invierno. Se refiere a la segunda ola del covid-19. Esta posibilidad sería un escenario de pesadilla pues complicaría la campaña electoral y tal vez votar en las urnas. Además de poner en marcha la economía, Trump quiere celebrar sus mítines con miles de personas. Un problema de salud pública difícil de resolver.

En un caso extremo se favorecerían las modalidades de voto por correo y ausente, además del adelantado que evitaría aglomeraciones el 3 de noviembre. La letra pequeña está en manos de los gobernadores. Los republicanos tienen 26 frente a 24 demócratas. En algunos estados, como Tejas, han purgado el censo, alterado el diseño de los distritos y eliminado decenas de colegios electorales para dificultar el voto de las minorías.

El presidente es un tipo que siempre juega a dos barajas, tuitea esto y lo contrario para tener a mano una retirada y defender que ya lo había dicho. Lleva semanas en campaña contra el voto por correo, y contra el servicio postal de Estados Unidos. Ya habla de manipulación. Es su comodín para la noche del 3 de noviembre.

Si la segunda ola del covid-19 fuese grave, los republicanos pedirían el aplazamiento electoral, algo imposible sin un pacto con los demócratas. Existe una ley federal de 1845 que establece la fecha: «El primer martes después del primer lunes de noviembre». Se podrían mover siempre y cuando no afecte al día y la hora de la toma de posesión. ¿Seguiría el Partido Republicano a Trump en una aventura que pondría en peligro la democracia de EEUU? Recuerden que ya estamos en una distopía cuyo final no está escrito.