E l 2 de agosto de 1990, el Ejército iraquí invadió el pequeño emirato de Kuwait. Aquel mismo día, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas aprobó la resolución 660, que conminó a Irak a retirarse del Estado invadido y a restablecer el statu quo . El régimen de Sadam Husein desoyó tales exigencias, culminó la invasión el día 4 e inició el proceso de anexión, que hizo de Kuwait una provincia iraquí. El casus belli quedó servido y muy pronto Estados Unidos armó una coalición internacional respaldada por la ONU que reunió a 34 países en la primera guerra del Golfo.

Al cumplirse 30 años de aquellos sucesos prevalece la idea de que se trató de un conflicto que pudo evitarse, que fue posible en gran medida por el cambio de estrategia de EEUU con relación a Irak. De la misma manera que Sadam fue útil para hostigar a la República Islámica de Irán durante ocho años de guerra, dejó de serlo en cuanto se fijó en Kuwait. En aquella época de unipolaridad e hiperpotencia de EEUU –Hubert Védrine acuñó el término–, el régimen iraquí se convirtió en un perturbador de la pax americana en Oriente Próximo.

El segundo capítulo de la tensión entre Kuwait e Irak fue también de orden económico: el Gobierno de Bagdad acusó al kuwaití de extraer ilegalmente petróleo de un yacimiento situado a ambos lados de la frontera entre los dos Estados. Lo que sucedió en realidad fue que Sadam pretendió indisponer con la OPEP a los kuwaitís, partidarios de aumentar la producción diaria de petróleo, en tanto que los iraquís pretendían reducirla para provocar una subida de los precios. Este fue uno de los muchos errores de cálculo que cometió Sadam porque Kuwait contaba con un sólido sistema de protección: el que le procuraban EEUU y Arabia Saudí.

Lo que hizo en la práctica fue procurar a sus adversarios una doble razón moral y legal para intervenir de acuerdo con lo establecido en la carta fundacional de la ONU y el reconocimiento como estados libres y soberanos de cuantos forman parte de la organización, con voz y voto en la Asamblea General.

De forma que cuando se consumó la anexión se cimentó también la respuesta de la comunidad internacional, encabezada por EEUU con la operación Tormenta del Desierto , comandada por el general Norman Schwarzkopf. En una parte importante de la opinión pública mundial arraigó la idea de que se trataba de una guerra justa o que estaba justificada.

Para Sadam, la guerra fue «la madre de todas las batallas», pero en realidad fue el primer acto de la asfixia de su régimen. La asimetría entre la alianza internacional –casi un millón de soldados, una fuerza naval que incluía seis portaaviones y 1.800 aviones– y el poco más de medio millón de hombres que movilizó el Ejército iraquí fue de tal calibre que durante la contienda, entre el 16 de enero y el 28 de febrero de 1991, un corresponsal de la cadena estadounidense CNN llegó a hablar de una guerra sin enemigo.

Cuando el presidente George H. W. Bush mandó detener las operaciones una vez liberado el emirato, un sentimiento de frustración se adueñó de los miembros más conservadores de su Administración, singularmente de Richard Cheney y Donald Rumsfeld. Si la Casa Blanca ordenó parar el ataque fue para mantener cohesionada a la coalición internacional, y en la decisión tuvo mucha influencia el general Colin Powell, a la sazón jefe del Estado Mayor Conjunto.

Pero que Irak con Sadam al frente se convirtiera de hecho en poco menos que un Estado paria, sometido a toda clase de restricciones, pareció insuficiente al frente neocon, que hubo de esperar hasta el 2003 para acabar el trabajo. La segunda guerra del Golfo cambió para siempre Oriente Próximo. H