Fue un acto lucido, cargado de pompa y boato militar, y probablemente ideado para impactar visualmente en los medios de comunicación occidentales. En enero pasado, el general Jalifa Haftar, cabecilla de una de las facciones enfrentadas en Libia, aterrizó a bordo de un helicóptero en la cubierta del portaaviones Almirante Kuznetsov, que regresaba a Rusia tras haber participado en el asedio militar que propició la caída de los barrios rebeldes de Alepo a manos del régimen sirio.

Enfundado en una guerrera verde oliva, que destacaba entre el blanco sin mácula de los uniformes de gala de la Armada rusa, Haftar pasó revista a una guardia de honor, visitó diferentes instalaciones del buque y habló por videoconferencia con el ministro de Defensa ruso, Serguéi Shoigu, con quien trató «temas relacionados con la lucha contra los grupos terroristas internacionales en Oriente Próximo», según el relato oficial de la conversación difundido por Ria Nóvosti.

Desde entonces, Rusia maniobra y presiona con insistencia en la Organización de Naciones Unidas (ONU) para que levante, al menos parcialmente, el embargo de armas sobre Libia, decretado por el Consejo de Seguridad en el 2011, al inicio de la revuelta contra Muamar el Gadafi, con el objetivo de paliar las consecuencias de la guerra civil sobre la población local.

‘TOUR GUIADO’ / El tour guiado de uno de los hombres fuertes del país norteafricano por el buque insignia de la Armada rusa no constituye ningún hecho aislado, sino que se trata de un paso más en la estrategia de Moscú de extender su presencia militar y su influencia económica en los países del Mediterráneo Oriental, aprovechando las ventajas estratégicas y políticas que le han reportado la anexión de Crimea y la más reciente operación militar en Siria.

Los países de la zona, gobernados muchos de ellos por regímenes autocráticos y dictaduras que han sobrevivido a las primaveras árabes y a golpes de Estado, ven con buenos ojos el creciente papel en Oriente Próximo de un Kremlin que, a diferencia de Occidente, no planteará demandas de democratización a cambio de apoyo. «Es todo lo contrario de lo que sucede en Europa Oriental, donde Rusia es percibida como una amenaza; los regímenes de la zona consideran a Moscú como un factor de estabilidad», constata, en una conversación telefónica, Nicolás de Pedro, investigador principal del CIDOB.

El denominado Grupo Operativo de la Armada en el Mediterráneo (GOAM), junto con el remozado puerto de Tartús en Siria, constituyen los dos pivotes sobre los que se va asentando el regreso de la Marina de guerra rusa a la zona, un retorno que, no obstante, aún queda lejos de las dimensiones que adquirió la presencia de la flota soviética en la guerra fría.

Según informó la agencia Spútnik en verano, una quincena de buques han sido incorporados al GOAM, un número sin comparación con las cuatro decenas de barcos de guerra, entre cruceros y submarinos, que en su día surcaban las aguas mediterráneas formando el denominado Quinto Escuadrón Operacional de la Marina de guerra soviética, disuelto en 1992, tras el colapso de la URSS.

Las intenciones de Rusia, cuyos buques militares carecen de acceso directo a este mar cálido, no podrían materializarse en ausencia de bases en los países ribereños que permitan con regularidad el avituallamiento sin necesidad de penosos trasiegos de navegación a través de los estrechos de los Dardanelos y del Bósforo, en Turquía, que además en caso de conflicto serían cerrados, bloqueando en el mar Negro a los barcos del Kremlin.

El pasado lunes, tan solo unos pocos días después de que Vladímir Putin, durante una inesperada visita a Siria, volviera a anunciar el inicio de la retirada de las tropas rusas en Siria, el Parlamento ruso comenzó a examinar un acuerdo con el régimen de Damasco para ampliar la base de Tartús, situada en la provincia de Latakia.

Dichas instalaciones portuarias, que hasta hace poco eran tan solo un «punto de asistencia técnico-logístico», según el argot militar ruso, se convertirán en una base militar en toda regla y contarán con dos muelles más, pudiendo acoger a once navíos a la vez, entre ellos los buques más grandes de la Armada rusa, el portaeroaves Almirante Kuznetsov, de 303 metros de eslora, y los cuatro cruceros de la clase Kírov, de 252 metros.

UNA PICA EN TURQUÍA / De forma recurrente, aparecen informaciones en los medios de comunicación asegurando que el Kremlin planea ahora llegar a acuerdos similares y abrir bases en otros estados mediterráneos con los que está intensificando sus relaciones diplomáticas y económicas, como Argelia, Libia o Egipto, aunque por el momento parece lejos de la realidad. Moscú «saca el tema en un intento de proyectar (su poderío) pero creo que excede un poco a sus capacidades actuales», puntualiza el analista De Pedro.

Paralelamente a todo este despliegue militar, Rusia está llevando intensos esfuerzos diplomáticos destinados a mermar los vínculos de defensa mutua entre los países miembros de la OTAN, con especial atención a Turquía, presidida por Recep Tayyip Erdogan.

Tras el firme apoyo ruso al presidente turco Erdogan, tanto durante el golpe de Estado que afrontó en el 2016 como en la posterior represión de la disidencia, Ankara y Moscú han ido estrechando relaciones, que han culminado el pasado julio con el anuncio de la compra, por parte del Ejército otomano, de las avanzadas baterías de misiles S-400, de fabricación rusa. La adquisición de material bélico de alta tecnología ha sembrado la alarma en los cuarteles generales de la OTAN.

Según declaró el pasado mes de octubre el general checo Petr Pavel, presidente del comité militar de la Alianza, si esta decisión se materializa Turquía será excluida de cualquier sistema integrado de defensa antiaérea. «Los países son soberanos en sus decisiones, y también en asumir las consecuencias de estas», afirmó Pavel.