Protestas, manifestaciones, jóvenes indignados ocupando plazas, institutos bloqueados, enfrentamientos con la policía, incidentes violentos reiterados en las calles de las principales ciudades. Sorprenden las imágenes que desde hace meses llegan de Francia, en las que los expertos ven la traducción del profundo desasosiego de una sociedad que, como el resto de las europeas,desconfía totalmente de sus representantes políticos.

Son también el síntoma de la agonía del mandato de François Hollande, perdido en su laberinto elíseo, y del sentimiento generalizado de que nadie sabe a dónde va. De que la única certeza es que sólo hay interrogantes. La controvertida reforma laboral impulsada por el presidente y aprobada la semana pasada por Manuel Valls a golpe de decreto, no ha hecho más que cristalizar el malestar crónico de los electores que, en mayo del 2012, llevaron a un socialista al poder y se sienten ahora traicionados por la deriva neoliberal del tándem ejecutivo.

Desde entonces, las medidas para impulsar la recuperación económica -ligera pero innegable- no han servido para reducir las fuertes desigualdades del país; las 'banlieues' siguen desasistidas ofreciendo un terreno fértil al radicalismo yihadista y en la lucha contra el terrorismo prima el enfoque belicista en el exterior y el estado de emergencia permanente en el interior.

En este contexto, con una izquierda al borde de la implosión y una derecha ensimismada en su propia batalla interna para encabezar la carrera al Elíseo del próximo año, parece inevitable una reedición del fatídico 21 de abril del 2002. El Partido Socialista vio entonces cómo Jean Marie Le Pen apeaba a Lionel Jospin de la segunda vuelta de las presidenciales y orientó su voto hacia el candidato conservador, Jacques Chirac.

CRISIS POLÍTICA: UN PODER DEBILITADO

Antes de despejar la incógnita sobre su eventual candidatura a la reelección, François Hollande deberá recorrer un auténtico vía crucis. La opinión pública le ha dado la espalda (el 85% de los franceses tiene una opinión negativa del presidente, según un sondeo realizado a mediados de abril), el Gobierno está debilitado por su incapacidad para fraguar mayorías parlamentarias en torno a leyes clave y el Partido Socialista se desgarra.

La última rebelión de 24 diputados socialistas, materializada en el intento fallido de presentar una moción de censura de la izquierda contra el Gobierno tras la aprobación de la reforma laboral sin someterla al voto, amenaza con fragmentar a una izquierda ya de por sí dividida.

Este lunes se vivirá un primer capítulo cuando el díscolo exministro de Economía, Arnaud Montebourg, a quien el ala crítica del socialismo ve como su potencial candidato a las presidenciales, presente su proyecto para “redefinir la izquierda”.

Para complicar las cosas, al presidente le ha salido un competidor a su derecha. El sucesor de Montebourg, el joven exbanquero Emmanuel Macron. ha empezado a actuar como un electrón libre creando su propio movimiento político (‘En Marcha’). Algunos analistas auguran que abandonará el Ejecutivo para probar suerte en la carrera hacia el Elíseo y los sondeos le son favorables si su contrincante en la derecha fuera el expresidente Nicolas Sarkozy.

En este ambiente enrarecido se ha reabierto el debate sobre la necesidad de celebrar primarias en la izquierda e incluso en el PS, donde hay voces contrarias a que Hollande repita como cabeza de cartel en el 2017 ante el temor de que les conduzca a una derrota segura.

“La existencia de dos izquierdas en Francia no es de hoy. En los noventa ya hubo una lucha entre la línea de François Mitterrand y la de Michel Rocard. En el seno de la izquierda francesa siempre ha habido tensiones políticas ligadas a la cuestión del reformismo, a si la izquierda está ahí para hacer la revolución o para gobernar el sistema”, señala a este diario Bruno Cautrès, investigador del Centro de Investigaciones Políticas de SciencesPo.

CRISIS SOCIAL: UN CRECIENTE MALESTAR

Las reiteradas manifestaciones de protesta son una tradición en el Hexágono que llama poderosamente la atención. En opinión de Guillaume Duval, redactor jefe de ‘Alternativas Económicas’, son “un signo recurrente de la incapacidad crónica de la sociedad francesa para dotarse de partidos y sindicatos capaces de representar con eficacia al ciudadano de a pie en el seno de un Estado que funciona de manera monárquica”.

Es así como surgen, cada 30 o 40 años, grandes movimientos sociales que sublevan al país “sin que nadie los haya visto llegar, los haya organizado o sea capaz de dirigirlos”, prosigue Duval. En esta tradición se inscribe ‘Nuit Debout’ (Noche en vela), nacido a raíz de la protesta contra la reforma laboral e inspirado en el movimiento de los indignados españoles.

Sin embargo, parece improbable que los indignados franceses extiendan su revuelta más allá de las céntricas plazas de las principales ciudades del país. Al margen de este movimiento se han quedado los jóvenes de las ‘banlieues’, donde el paro, el fracaso escolar y la falta de perspectivas de una población olvidada por el Estado son caldo de cultivo para el radicalismo. Los terribles atentados yihadistas del 2015 han sacado a la luz un problema incubado desde hace décadas.

Francia tiene fichados 9.300 radicales y 627 franceses combaten en las filas del Estado Islámico en Siria e Irak,el mayor contingente europeo. La amenaza ha sembrado el territorio de policías y militares y la población vive bajo el estado de emergencia desde el pasado noviembre. Los expertos ven la multiplicación de centros de desradicalización por todo el país como buena medida de tratamiento, pero no de prevención.

Al complejo tablero social hay que añadir las dificultades de integración laboral y política de la población inmigrante llegada en los años ochenta del pasado siglo y la resistencia de la sociedad francesa -tanto de izquierdas como de derechas- a reconocer su multiculturalidad. “Tiene un verdadero problema para reconocer la diversidad como algo positivo. Sistemáticamente es considerada como algo sospechoso”, apunta el sociólogo Laurent Mucchielli.

POLÍTICA EXTERIOR: ERRÁTICA Y CONTRADICTORIA

Aunque prometió romper con el atlantismo sin complejos de su predecesor, François Hollande ha seguido los pasos de Nicolas Sarkozy. El resultado es que la política exterior de Francia no difiere gran cosa de la de Estados Unidos. En ocasiones, París ha llegado a ser incluso más belicista que Washington.

Tras los atentados de noviembre del 2015, el presidente, reacio hasta entonces a bombardear las posiciones del Estado Islámico en Siria para no fortalecer al régimen de Bashar al Asad, cambió de estrategia y ordenó extender los ataques que la aviación limitaba a territorio iraquí a suelo sirio. También intentó sumar a Rusia a una gran coalición internacional para combatir a los yihadistas.

Además de errática, la actitud de París en el polvorín sirio-iraquí es contradictoria. Mientras lucha contra el Estado Islámico en la zona, sigue vendiendo armas a los países de la región o haciendo negocios con las petromonarquías sunís del Golfo. Sarkozy y Hollande han dilapidado también “el capital de simpatía mundial” que Francia logró con el discurso de Dominique de Villepin en la ONU en el 2003, oponiéndose a la invasión norteamericana de Irak, en opinión de Mucchielli.

“Lo peor es que la política exterior no suscita debates nacionales en Francia. No se contestan las decisiones del presidente. Y eso es un problema. Además, el control del Parlamento es muy débil”, lamenta el investigador del Centro Nacional de Investigación Científica (CNRS).

También se desvaneció pronto la expectativa creada por el propio Hollande de que, con su llegada al Elíseo, se escucharía una“nueva voz” en la Europa marcada por la austeridad y la disciplina presupuestaria impuestas por Berlín. Salvo la febril actividad diplomática para convencer a Alemania de que había que evitar la salida de Grecia del euro, Hollande ha liderado pocas batallas en una Unión Europea enfrentada a múltiples crisis, replegada sobre sí misma y dominada por la primacía de los intereses nacionales.

CRISIS ECONÓMICA: UNA RECUPERACIÓN DESIGUAL

El pasado 14 de abril, en un programa televisivo de France 2, Hollande pronunció una frase que a partir de entonces repite como un mantra y que recuerda la de José María Aznar antes de que en España todo se viniera abajo. “Francia va bien”, dijo el presidente francés cuando se le preguntó por la situación económica del país.

En parte tiene razón, porque se recupera ligeramente el crecimiento (1,2% en el 2015), mejora la competitividad de las empresas y los hogares aguantan el tirón de la crisis por la ausencia de inflación y la rebaja de la factura energética. Sin embargo, la mayoría de los franceses no percibe la mejora y las cifras ocultan grandes desigualdades. En el 2015, recibieron una ayuda estatal un total de 1,7 millones de personas sin recursos.

El paro se ha estabilizado en torno al 10% y el Insee (Instituto Nacional de Estadísticas y Estudios Estadísticos) lo sitúa por debajo de este nivel en el primer semestre del 2016. Pero el punto negro sigue siendo el desempleo de los mayores de 50 años, que se ha duplicado en los últimos 7 años. Tampoco los 50.000 millones de euros que se han ahorrado las empresas en cotizaciones sociales gracias al controvertido Pacto de Responsabilidad ha mejorado la calidad del empleo, porque se han multiplicado los contratos de corta duración.

La reducción del déficit situándolo contra todo pronóstico en el 3,5% a finales del 2015 se ha hecho a costa de una drástica reducción de la inversión pública (0,8%) pero sin recortes brutales en el gasto.

"El regreso del crecimiento se debe a la política del Banco Central Europeo y al descenso del precio del petróleo, más que a la acción del Gobierno, que ha jugado bien en el terreno defensivo pero no ha preparado a Francia para meter nuevamente goles", resume Olivier Passet, del centro de análisis económico Xerfi.

Por otro lado, la transformación de la economía francesa y su adaptación a la mundialización se ve acompañada de “un doble movimiento de desindustrialización de las ciudades pequeñas y de concentración del empleo en las metrópolis”, proceso que, según el geógrafo Christophe Guilly “reposa en un modelo social muy poco igualitario”.