El derrocamiento de Evo Morales situó en primera línea de defensa de la democracia en Bolivia a los presidentes de Cuba, Miguel Díaz-Canel, y de Venezuela, Nicolás Maduro. Podría ser un gag de alguna película de Monty Python. Ambos líderes no destacan en el ejercicio democrático de sus cargos. Dos semanas antes habían llamado a aprovechar el repunte de la izquierda en América Latina. Se referían a la elección hace un año de Andrés Manuel López Obrador, presidente de México, pese a que vive su peor momento tras un nuevo estallido de violencia; también, a la victoria del peronista Alberto Fernández, al que los analistas argentinos consideran un político capaz, y que deberá sobrellevar el peaje de Cristina Fernández de Kirchner.

Quizá Chile sea el espejismo de ese rebrote de las izquierdas, pues volvieron a las calles los estudiantes, las canciones de Víctor Jara y el eslogan: El Pueblo unido jamás será vencido. El presidente Sebastián Piñera, un conservador que procede de la derecha pinochetista, está a la defensiva.

La desigualdad, los sueldos de miseria y el saqueo de las pensiones, que pasaron a ser privadas en 1981, y que no permiten una jubilación antes de los 71 años porque son exiguas, despertó a la gente. Pero se nos olvida que ese sistema económico injusto creado en la dictadura, laboratorio de la Escuela de Chicago, la que predica que el mercado se regula solo, sobrevivió intacto durante los gobiernos socialistas y democristianos que mantuvieron los privilegios de una élite a la que pertenecen.

La caída de Evo Morales ha sido una sorpresa. Hasta hace un mes parecía disfrutar de un liderazgo sólido. Fue mejor que el ecuatoriano Rafael Correa, que tras un buen primer mandato se enredó en su ego, encarceló a periodistas y dibujantes, y persiguió a los defensores de los derechos LGTBI. Fue mejor que Fernández de Kirchner, que arrastra casos de corrupción y la sombra del fiscal Alberto Nisman, asesinado de forma misteriosa. El golpe contra Morales no es el único problema de la izquierda. Lo es más Daniel Ortega en Nicaragua, devenido en un tirano-banderas obsesionado por permanecer en el poder al precio de reprimir al pueblo que dice amar. Hay más sandinismo en la oposición que en la pareja presidencial. Ortega y Maduro han contaminado todo lo que huele a izquierda. A Nicaragua, Venezuela y Bolivia les espera un giro a la derecha, al liberalismo sin sordina, que es el que defienden las multinacionales que se preparan para el pelotazo en el manejo de sus riquezas.

El eje derecha-izquierda que nos llega del siglo XX es insuficiente para explicar el mundo posterior a la crisis del 2008, con un capitalismo globalizado fuera de control en el que los Estados han perdido poder y la ciudadanía se siente indefensa. Crecen las opciones de extrema derecha que han simplificado tanto el mensaje que se saltaron la casilla de la verdad.

Respuesta estructural

Hay voces a la izquierda de las socialdemocracias, que se volvieron liberales, que claman por una respuesta estructural a problemas tan graves como el cambio climático, pues centran la responsabilidad en el sistema, no tanto en sus efectos: excesiva emisión de dióxido de carbono y la contaminación de nuestros mares y océanos. Queda Uruguay y su Frente Amplio como una isla de eficacia, y resta el icono de Lula de Silva, libre de momento, para confrontar a Jair Bolsonaro. Quedan Bernie Sanders y Elisabeth Warren en la carrera a la presidencia de EEUU, que seguramente no ganarán. Quizá ser de izquierdas en el siglo de la robótica consista en abrazar tres revoluciones indispensables: la feminista, la ecológica y la defensa de los derechos sociales. Hay una cuarta que debería ser el motor en cualquier democracia, no importa el continente o las siglas: la lucha radical contra la corrupción a través de leyes eficaces de transparencia.

Mientras que la izquierda del siglo XX sigue cantando canciones, desplegando sus banderas y sintiendo la emoción de las batallas perdidas, la de los decenas de miles de desaparecidos y asesinados, que es un mandato de honestidad irrenunciable, la derecha hace cuentas con los hidrocarburos de Bolivia, el petróleo de Venezuela y el negocio de nuestras casas y pensiones. Derecha-izquierda no dejan de ser cajones de sastre desde los que hacer una política que jamás cuestiona el marco. En EEUU lo explicaban para sintetizar la diferencia entre demócratas republicanos: «Es la misma que entre la Coca-Cola y la Pepsi-Cola». Eso era antes de que un amplio sector del Partido Republicano se echara al monte y compita hoy en barbaridades con los Le Pen, Salvini, Farage y Abascal.