Christian salía el viernes por la mañana de su tienda de campaña cuando justo delante de él, al lado de la carpa de enfrente, la vio: una serpiente de dos metros que paseaba por ahí. El joven, nacido en Camerún, con un palo -porque no tenía nada más- consiguió atraparla y después matarla. Estaba indignado: «Esto está lleno de ratas, de serpientes. Después de matarla la agarramos y la llevamos al despacho de la mudira, para que vea las condiciones en las que nos condena a vivir. Este es un lugar inmundo. No se puede vivir aquí», dice Christian. Aquí es el campo de refugiados de Vathy, en la isla griega de Samos, y mudira, la palabra -en árabe- con la que los refugiados, todos, conocen a la directora del centro. Es, seguramente, la persona más odiada y codiciada de toda la isla.

DESDE EL 2015 / Ahora en el campo viven unas 3.000 personas, atrapadas en un espacio acondicionado para 650. Todas, además, están encerradas en Samos, de dónde no pueden salir porque el pacto que, en el 2015, firmaron la Unión Europea, Grecia y Turquía convierte a las playas de aguas turquesas de las islas griegas en los barrotes que contienen hacinadas a las personas que llegan desde Anatolia en lanchas inflables.

Porque, aunque sean pocas, siguen haciéndolo: desde enero, 10.080 personas han llegado a Grecia desde Turquía por mar. En mayo, el número ha sido de 3.000: 123 de media al día. En Samos, cada día son una treintena, y estas semanas de final de estación, con la cifra en aumento, el sol reina inclemente. Es mediodía, y el bochorno convierte el campo en un desierto de tiendas de campaña deshabitadas rodeadas de basura por todos lados.

Sus habitantes están dentro de las carpas, cobijándose del sol. «Llegué aquí hace ocho meses». dice Fabrice, congoleño. «Las autoridades del campo me han dado la entrevista para pedir el asilo en el 2021. ¿Qué quieren? ¿Que esté aquí encerrado durante tres años? ¿Que muera aquí?». El campo de refugiados de Samos está dividido en dos: el interior, donde las condiciones son algo mejores, está habitado, por lo general, por familias y personas venidas de Afganistán, Siria e Irak. La mayoría vive fuera del recinto, rodeándolo: aquí, ya que generalmente vienen solos y sus peticiones de asilo tardan más, los africanos mandan en número.

años y años / Todos explican lo mismo: que sus entrevistas están programadas para el 2020, el 2021, el 2022 e, incluso, hasta el 2023. Pero tener la entrevista tampoco es garantía de nada, porque a mucha gente se le rechaza la petición al primer intento. «Grecia debe acelerar los procesos», dice Pipina Katsari, jefa de la misión de ACNUR en Samos. «Hemos visto algunos esfuerzos, pero las islas están sobrepasadas. El congestionamiento en el campo hace los servicios inadecuados. Y la larga estancia a la que se somete a la gente provoca problemas sanitarios y enfermedades». Médicos de la isla mencionan muchos casos de ansiedad, epilepsia, estrés y problemas cardíacos.

Christian, convertido en héroe justiciero de serpientes y que lleva un año en Samos, tuvo suerte: hace dos meses recibió la aprobación de todos sus papeles y se le dio permiso para abandonar la isla. Pero el gobierno griego no le ha recolocado. «Hace mucho que espero y nadie me dice nada. Si me voy ahora de Samos me quedaré en la calle y sin nada. Sigo atrapado. Esto es un infierno», dice. Se pasa el día entero, de principio a fin, escuchando la megafonía -la voz temida y omnipotente de la mudira-, que llama a quiénes ese día serán enviados en ferry hacia Salónica o Atenas.

Tanto Christian, como Fabrice, y los otros 3.000 inquilinos del campo de refugiados lo saben: que su viaje, casi seguro, terminará al llegar a la península griega. Que Europa ha cerrado sus puertas. «Si pudiese iría a otro país, claro, pero ahora ya me da igual. Yo lo que quiero es poder vivir», dice Fabrice.