H ace cinco años, la imagen del cuerpo de un niño sirio de tres años yaciendo sin vida en una playa de Turquía conmocionó al mundo. El 2 de septiembre del 2015, Aylan Kurdi se ahogó tras naufragar la lancha, desde la que intentaba cruzar a Grecia con su padre, su madre y su hermano, de cinco años. La madre y el hermano también perecieron. Desde entonces, sin embargo, las cosas no han mejorado para los que huyen de la barbarie intentando alcanzar un futuro mejor.

Fue durante el apogeo máximo de la crisis de los refugiados. En tan solo un año, especialmente en los meses de verano, 860.000 personas entraron a Europa a través de Grecia. Como Aylan, la mayoría eran sirios que escapaban de los bombardeos indiscriminados del Ejército de Bashar al Asad, presidente sirio, y de su aliado, la Rusia de Putin.

Pero la muerte no solo estaba en Siria. Las cifras asustan: en el 2014, 405 personas murieron intentando cruzar el mar Egeo; 799 en el 2015; 441 en el 2016; 59 en el 2017; 174 en 2018; 70 en el 2019; 46 en lo que llevamos del 2020. Los datos son de ACNUR, la agencia para los refugiados de Naciones Unidas. Este año, las cifras de llegadas han caído en picado porque, a causa de la pandemia, Turquía cerró completamente sus provincias y ningún refugiado que no estuviese ya en la costa turca podía acceder a sus playas.

Según varias organizaciones, la guardia costera griega intercepta los botes de refugiados en el mar, las rompe, las hunde, y coloca a los migrantes a la deriva, en lanchas con forma de tienda de campaña que flotan perdidas en el agua. Entonces, los griegos remolcan la embarcación hacia aguas territoriales turcas, y allí los abandonan a su suerte: si tienen fortuna, los turcos los rescatarán.

Esta práctica ya fue documentada en el 2015, aunque tras las denuncias se detuvo. Pero este 2020, a principios de marzo –cuando Erdogan anunció que las puertas a Europa se abrían–, la guardia costera griega volvió a echar mano de este recurso. Tampoco fue una novedad enorme: en la frontera terrestre entre Turquía y Grecia nunca dejó de ocurrir.

La organización ha cancelado su proyecto. «Cuando salíamos a hacer rescates siempre nos coordinábamos con las autoridades en el mar. Compartíamos información sobre posibles rescates. Pero desde hace unos meses la comunicación se ha perdido por completo. Quieren asegurarse de que no haya testigos», continúa Rubio.

El Gobierno de Kyriakos Mitsotakis no se ha limitado a complicarles la vida a los refugiados en el mar. También lo ha hecho en el interior, creando legislaciones que dificultan la existencia de las oenegés de ayuda sobre el terreno, a las que se obliga a registrarse en Atenas. Su objetivo es claro: poner trabas a su trabajo.

«Construimos nuestra instalación para tratar el covid-19 al lado del campamento de Moria [en Lesbos] durante la pandemia, con el conocimiento explícito y expreso de las autoridades sanitarias de la isla y del Gobierno central. Al principio se nos apoyó, porque éramos los únicos que dábamos una respuesta en el lugar. Pero las autoridades de urbanismo nos empezaron a multar, y al final nos han obligado a cerrar el recinto», dice Faris Al Jawad, director de Comunicación de Médicos Sin Fronteras (MSF) en los Balcanes.

El fuerte impacto de la imagen de Aylan Kurdi en aquella playa, al final, ha servido de poco. El fondo del mar del Egeo, día a día, lentamente, sigue llenándose. H