Tras 18 años de presencia continua e ininterrumpida de soldados y miembros del Ejército de Estados Unidos en Afganistán, su marcha y abandono del país centroasiático se prevé como algo «cercano». Así, como mínimo, algo antes de tiempo, lo ha dicho Suhail Shaheen, el portavoz de los talibanes en Catar, donde, desde el año pasado, están teniendo lugar varias rondas de negociaciones entre el grupo armado -que fue expulsado del poder en Kabul en el 2001 por George Bush hijo-, y representantes de Washington.

«Esperamos traer buenas noticias muy pronto para nuestra nación musulmana que aspira a la independencia», dijo ayer Shaheen. En Doha, sin embargo, en la mesa de negociaciones, hay una anomalía: no hay ningún representante del Gobierno afgano. Los hay, sí, algunos, pero a título personal y como observadores externos: no tienen ni voz ni voto. Los que sí tienen son los estadounidenses y los talibanes, porque estos últimos consideran que el Gobierno de Kabul no es nada más que una marioneta del de Washington y, claro está, si se tiene que hablar con marionetas mejor hacerlo con el ventrílocuo que las mueve.

Según establecerá el acuerdo una vez esté firmado, EEUU, en un plazo de uno o dos años, abandonará Afganistán con la condición, garantizada por los talibanes, de que el país no se convierta en un puerto seguro para las redes de yihadistas. Que no se les permita, en definitiva, que usen Afganistán para planear atentados en Occidente y en otras partes del mundo.

Pero hay un problema, algo que dificulta que se pueda cerrar el pacto. Los talibanes, según dicen algunos de sus miembros anónimamente a la prensa, esperan que el acuerdo con EEUU les sirva para que Washington deje de apoyar militarmente al Gobierno de Kabul y, así, derrotarlo en el campo de batalla. Los combates entre talibanes y fuerzas leales al Estado afgano siguen teniendo lugar por todo Afganistán mientras se negocia en Catar.