Si las elecciones de Estados Unidos no eran suficientemente intensas, con la Casa Blanca y el Congreso en juego, se complican aún más con la muerte inesperada de Antonin Scalia, el juez más conservador del Tribunal Supremo. Su fallecimiento a los 79 años la noche del viernes al sábado en un rancho de Tejas provoca un auténtico terremoto político en el país y aunque el presidente, Barack Obama, ha prometido nominar a un sustituto y ha pedido al Senado "cumplir su responsabilidad" y votar, los republicanos, que controlan la cámara, han empezado a proponer que sea el próximo presidente quien elija al sucesor.

Es imposible minimizar la trascendencia de la muerte de Scalia, que llegó al Alto Tribunal en 1986 nominado por Ronald Reagan, como todos los magistrados del tribunal con cargo vitalicio, y desde entonces ha sido la voz de referencia de los conservadores. El Supremo es un órgano clave de enorme poder en EEUU y sus decisiones marcan por décadas. Actualmente, y hasta la muerte de Scalia, ha estado dominado por una mayoría conservadora de cinco jueces (uno de ellos, Anthony Kennedy, moderado) frente a cuatro progresistas. Por eso el presidente que elija a su sucesor puede alterar el equilibrio ideológico del Alto Tribunal y escorarlo hacia la mayoría progresista, dejando una huella que va mucho más allá de su mandato.

La batalla que se avecina es inmensa y aunque en una breve declaración Obama ha recordado que "los temas en juego son mayores que cualquiera de los partidos", no le debe quedar ninguna duda de que los republicanos van a hacer todo lo posible para impedir que nombre a un juez demócrata. Basta ver la declaración que ha hecho justo tras conocerse la noticia Mitch McConnell, el líder de la mayoría republicana en el Senado, que ha dicho que "el pueblo estadounidense debería tener una voz en la selección. La vacante no debería llenarse hasta que tengamos nuevo presidente". Es la misma idea que han repetido también algunos aspirantes republicanos a la nominación presidencial, como Donald Trump, que ha afirmado que la única estrategia posible en el Senado es "retrasar, retrasar, retrasar" la confirmación, aunque eso pone en juego el potencial empate cuatro a cuatro en los votos de las decisiones este año, lo que en la práctica anula los casos que se decidan así (se mantiene la decisión del tribunal inferior pero esa no se convierte en precedente legal).

Lo que está en juego es fundamental tanto para la izquierda como para la derecha, pues el Supremo puede alterar normativas en temas trascendentales que van desde el derecho al aborto y la discriminación positiva hasta los derechos de voto, la financiación de campaña o las normas medioambientales. Y quien llegue a la Casa Blanca, con sustituto de Scalia o sin él, tendrá además posibilidades de nombrar otros magistrados, pues la jueza Ruth Bader Ginsburg tendrá 83 años en 2017, Kennedy más de 80 y Stephen Breyer 78.

Con Scalia (nacido en Nueva Jersey, católico y con nueve hijos) los conservadores pierden a un totem, uno de los jueces más influyentes de la historia del país y uno de los defensores a ultranza del "originalismo", la corriente que propugna aferrarse al texto original de la Constitución en vez de interpretarla como algo "vivo" que puede ir adaptándose a los tiempos. Esa visión del magistrado, definido incluso por sus detractores ideológicos como un hombre brillante, se traduce en no reconocer, por ejemplo, que la constitución proteja cuestiones como el aborto, el matrimonio homosexual o los derechos de minorías o inmigrantes. Scalia también era un defensor del "textualismo", que aboga porque las leyes se lean literalmente y sin interpretaciones, y entre sus logros cuenta con haber logrado que se reconociera como parte de la segunda enmienda el derecho individual a portar armas.