Donald Trump ha protagonizado algunos gestos diplomáticos osados, pero ninguno como el que estuvo a punto de coreografiar el pasado domingo. Trump invitó a los representantes de los talibanes, así como al presidente afgano, a su residencia de Camp David, donde presidentes, reyes y cancilleres han negociado algunos de los acuerdos de paz más notables del último medio siglo. Tal como se había planeado, la cita se produciría tres días antes del aniversario de los atentados terroristas del 11-S. En esa fecha Trump pretendía sentarse con los mismos talibanes que dieron cobijo a la cúpula de Al Qaeda, los responsables de aquella escabechina que derivó en un bucle absurdo de guerras infinitas.

La guerra más larga de la historia de Estados Unidos, una tragedia épica con más de 100.000 muertos desde su inicio hace 18 años, nunca ha estado entre las prioridades del presidente. A diferencia de sus predecesores, ni siquiera ha visitado a las tropas apostadas en Afganistán o le ha dedicado al conflicto un solo discurso íntegro. Pero desde el primer día ha mantenido que su país tiene que abandonar una guerra que no ha podido ganar ni sabe cómo terminar. Soluciones mágicas no hay. A todo lo que puede aspirar la Casa Blanca es a marcharse con un pacto, salvando mínimamente la cara.

Eso es aparentemente lo que ha tratado de negociar su enviado especial a Afganistán, el diplomático Zalmay Khalilzad, en las conversaciones secretas mantenidas en los últimos nueve meses con los talibanes en Qatar. Un principio de acuerdo que Trump quiso rubricar en Camp David antes de que le entraran sudores fríos y cancelara abruptamente la reunión. «No es un acuerdo de paz, sino un acuerdo político», asegura a este diario Graeme Smith, consultor para Afganistán del International Crisis Group, organización dedicada a la mediación de conflictos.

Sus términos no se han hecho públicos, aunque se sabe que incluiría un pacto para reducir la violencia tras la salida de los 14.000 soldados de Estados Unidos, garantías de que los talibanes seguirán combatiendo al Estado Islámico y sus afiliados afganos, y el inicio de conversaciones entre los distintos actores afganos para iniciar un proceso de paz.

CONFIANZA / Hay quien piensa que la Casa Blanca es extraordinariamente naíf al confiar en su enemigo, pero lo cierto es que los talibanes se han comprometido a dos cosas de las que siempre renegaron: negociar el futuro de Afganistán mientras hubiera tropas extranjeras en el país y hablar directamente con el Gobierno afgano, al que consideran una «marioneta» de Estados Unidos.

De momento, sin embargo, todo ha quedado en suspenso. Esta semana, Trump dio por «muerto» el diálogo con los talibanes tras culparles del fiasco de la reunión de Camp David por haber matado unos días antes a uno de sus soldados. Una explicación que no compran los analistas porque, desde que comenzó el diálogo, ambos bandos han utilizado la violencia más cruda como arma de negociación. Dieciséis estadounidenses han muerto en lo que va de año y muchos más talibanes. El mismo domingo de la cancelación, el secretario de Estado, Mike Pompeo, dijo en televisión que Estados Unidos «ha matado a 1.000 talibanes en los últimos 10 días».

Otras explicaciones se antojan más plausibles. Desde las críticas que recibió el presidente por la nefasta fecha escogida hasta la oposición en el seno de su Administración al acuerdo con los talibanes, una rebelión liderada por el defenestrado John Bolton, que el martes dejó de ser asesor de seguridad nacional. De lo que no hay duda es de que en Washington hay prisa por salir de su penúltimo cementerio, como ya reconoció en septiembre el general John Nicholson en su discurso de despedida tras dirigir allí la misión de Estados Unidos.

De los cinco grandes conflictos librados por Estados Unidos desde el final de la segunda guerra mundial solo ha ganado uno: la guerra del Golfo de 1991. En Corea, Vietnam, Irak y Afganistán perdió o se rozaron las tablas, según las interpretaciones. Y lo que está claro es que esta última no la está ganando, a pesar de que en los últimos dos años ha lanzado más bombas allí que en cualquiera de los ejercicios anteriores. O del apoyo que le prestan las fuerzas del Gobierno de Kabul y la OTAN.

OPCIONES / Los talibanes controlan cerca del 46% del territorio del país, más que en ningún otro momento desde el 2001. Y ninguno de los objetivos enunciados en algún momento por el liderazgo estadounidense se han cumplido. En Afganistán no hay democracia ni tampoco libertad y no se ha conseguido derrotar a los talibanes. También es un mito que la presencia militar estadounidense en el país sea sinónimo de estabilidad. «La violencia se disparó desde que llegaron las tropas», dice Smith.

De ahí que el acuerdo con los fundamentalistas, por imperfecto que parezca, se antoje la mejor opción posible. «Es necesario para frenar la guerra porque no habrá conversaciones entre los afganos si Estados Unidos no resuelve antes sus diferencias con los talibanes», dice el analista. Si todo el proceso fracasa, el riesgo es que el conflicto degenere en una guerra con múltiples facciones como la que se dio a principios de los noventa. El año pasado más del 90% de los combates se libraron entre los talibanes y las fuerzas proestadounidenses.

Lo cual no quita que el presente de los afganos sea ya de por sí aterrador. El país asiático es actualmente el peor y más sangriento conflicto del planeta, por encima del de Siria, Yemen o Irak, a tenor de las cifras de fallecidos. Así, el año pasado murieron 44.000 combatientes y civiles afganos, según algunos recuentos.