Sonrisas y complicidades, promesas de una vida en común dichosa y una euforia más propia de un campamento de verano que de una negociación sobre armas nucleares. Donald Trump y Kim Jong-un escenificaron en Hanói ese «enamoramiento» que defiende el primero, reivindicaron el presunto éxito de la cumbre de Singapur y prometieron espectaculares avances en el proceso de desnuclearización. La escena legitimaría el optimismo si no hubieran vendido antes como un éxito lo que no superaba la nadería.

Una docena de banderas de ambos países sirvió de fondo para la foto en el Hotel Metropol que inspiró El hombre tranquilo a Graham Greene. Trump agitó la zanahoria económica como argumento definitivo. «Corea del Norte dispone de un potencial increíble e ilimitado y estaremos encantados de ayudaros a explotarlo», dijo. El mensaje es sabido: sacrificad vuestras armas nucleares y liberados de las sanciones económicas disfrutaréis de un futuro esplendoroso.

Ocurre que a los líderes norcoreanos les desvela menos el hambre y frío de su pueblo que una de esas invasiones militares que Trump insinúa para Venezuela. Solo el arma nuclear explica que la dinastía Kim no haya compartido el destino trágico de Saddam Hussein y otros enemigos de Washington. La intervención de Trump discurrió por los márgenes predecibles: loas a su amigo Kim y reivindicaciones de los logros. El dictador norcoreano ejerció de nuevo de comparsa. Apenas abrió la boca para asegurar que habían superado muchos obstáculos para llegar a Hanói.

Una breve reunión precedió la cena de hora y media con sus más cercanos colaboradores y un menú viejuno de cóctel de gambas, solomillo y pastel de lava de chocolate. Este jueves compartirán tres rondas de negociaciones antes de la firma del acuerdo que, adelantó Trump, satisfará a todos. La aclaración es pertinente porque el de Singapur solo le satisfizo a él. Aquel folio con cuatro declaraciones gaseosas y sin mecanismos de fiscalización explica el empantanamiento actual: Corea del Norte mantiene intacto su arsenal y Estados Unidos no ha levantado ni una sanción ocho meses después.

Los académicos debaten estos días qué puede conceder Estados Unidos para estimular el proceso o dónde se sitúa la frontera del éxito. «Un buen acuerdo exige el final de la guerra de Corea, un levantamiento de las sanciones que permita avanzar los proyectos económicos entre ambas Coreas, la suspensión o desmantelamiento del complejo nuclear de Yongbyon (de donde sale el grueso del uranio y plutonio) y el establecimiento de oficinas de enlace en Washington y Pionyang», enumera por email Bruce Cumings, experto de la Universidad de Chicago.

La presión recae en Trump. Llega con el eco de las explosivas acusaciones de su exabogado Michael Cohen y necesita una resonante victoria internacional para desviar el foco. A Kim se le derrumba la ya de por sí calamitosa economía nacional y debería acudir obligado a conseguir el levantamiento de las sanciones pero Corea del Norte no funciona en esas coordenadas. El medio oficial Rodong Sinmun publicaba en portada las fotografías de las masas agolpadas contra las vallas para disfrutar del saludo de Kim a través de la ventanilla de su berlina. Kim no es el responsable de sus penalidades, sino un líder al que recibe en igualdad de condiciones el presidente de la primera potencia y es tan querido en el resto del mundo como en su país. La debilidad de Trump hace temer a los expertos que ofrezca concesiones exageradas.