«No se mencionaron ni los derechos humanos ni las ejecuciones extrajudiciales». Ya se intuía que no monopolizarían la reunión de ayer entre Rodrigo Duterte, presidente filipino, y Donald Trump, su homólogo estadounidense. El primero había amenazado al segundo en la víspera con enseñarle la puerta de salida si se atrevía a pisarle ese callo. Fue solo una chanza entre colegas: Trump ya había demostrado días antes en China que los derechos humanos no guían su geopolítica y meses atrás alabó la briosa lucha contra la droga de su anfitrión filipino. La cumbre de la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (ASEAN), que comenzó ayer en Manila y acaba hoy, reunió por primera vez al Trump asiático y al original. Duterte ya había evidenciado la complicidad en la cena de gala del domingo atacando con convicción la balada local que le había pedido Trump. La reunión de ayer fue calificada de magnífica por las partes. Los dos líderes son fotocopias a ambas orillas del Pacífico. Ignoran los formalismos de la diplomacia tradicional, han identificado los miedos sociales (la droga a un lado, la inmigración al otro) y los combaten sin sutilezas, se presentan como los defensores del pueblo y desprecian al establishment liberal y las críticas globales. Trump y Duterte demuestran que el populismo no entiende de fronteras. Los separa el cumplimiento de las promesas: unos cuantos miles de drogadictos filipinos han muerto ya, mientras Trump solo ve el muro de México en el plano y olvidó en Pekín su virulencia comercial.