C uando el jueves pasado Donald Trump lanzó en un tuit la idea de retrasar las elecciones, un amplio espectro de voces, incluyendo las de líderes del Partido Republicano que en cuatro años rara vez le han llevado la contraria, recordó al presidente de Estados Unidos que no tiene autoridad para hacerlo.

En medio de una crisis de coronavirus rampante, con el debate sobre la justicia racial reavivado y en caída libre en las encuestas frente a Joe Biden, el mensaje de Trump se interpretó también como un esfuerzo de distracción de los pésimos datos económicos presentados ese día. En cualquier caso, representaba una escalada en su inédita campaña por minar la confianza en la legitimidad de los comicios, un esfuerzo que viene de lejos y está intensificado, disparando cada día más la alerta en el país.

Esa alarma hace tiempo que la hacen sonar demócratas, constitucionalistas, historiadores, estrategas, ciudadanos y medios. Recientemente en Politico se podía leer a Ben Adida, experto en tecnología de voto, explicando que «el ataque más fácil a nuestra democracia hoy no es la corrupción de las elecciones, es hacer creer a la gente que algo no funcionó. Es el miedo, la guerra de la información, reducir la confianza en el resultado de las elecciones».

En un sistema donde los estados organizan las elecciones, Trump se apoya en el control republicano de 30 gobiernos y legislaturas estatales para tratar de limitar ese voto. Está contando además con recortes en el servicio postal que ha puesto en marcha el hombre que él puso a cargo. Y cuando azuza fantasmas desacreditados de fraude abona el terreno para acabar impugnando los resultados. «Este va a ser el mayor desastre electoral de la historia», vaticinando una vez más que los resultados serán «amañados», dijo Trump el pasado viernes. H