El Partido Republicano presume de ser el partido de la responsabilidad fiscal, el buque insignia de la lucha contra el déficit, el contrapeso necesario a las supuestas políticas manirrotas de los demócratas. Así fue durante muchas décadas y, particularmente, durante el mandato de Barack Obama, cuando docenas de diputados arropados en la bandera del Tea Party aterrizaron en el Congreso con la promesa de reducir el tamaño del Gobierno y frenar aquella deuda «descontrolada» que supuestamente iba a conducir a Estados Unidos a la bancarrota. Los líderes conservadores describieron el déficit como una «seria amenaza» o «el mayor problema que enfrentamos a largo plazo». El apocalipsis estaba a la vuelta de la esquina. Una nación en quiebra.

Aquel partido que bramaba obsesivamente contra el gasto público cuando estaba en la oposición, ha pasado a abrazarlo de forma entusiasta ahora que está en el poder. El presupuesto que sus líderes han pactado en el Senado con la minoría demócrata, y que debería aprobarse antes de la medianoche del jueves para evitar un nuevo cierre parcial de Gobierno, contempla un aumento del gasto de 300.000 millones de dólares durante los dos próximos años, el equivalente a 22% del PIB español. Según la Casa Blanca, esa cifra pasará directamente a engrosar el déficit porque el borrador no contempla recortes en otras partidas capaces de compensar el incremento del gasto. A ese presupuesto deficitario hay que añadir el coste de la masiva bajada de impuestos que los republicanos aprobaron en diciembre, una reforma fiscal que según diversas estimaciones podría añadir un billón de dólares al déficit la próxima década.

«Este es el fin de la época de las restricciones de gasto tal y como la hemos conocido», le ha dicho al Wall Street Journal William Hoagland, un antiguo asesor fiscal del Partido Republicano. La aprobación del presupuesto sigue todavía en el aire, a pesar de que en unas horas el Gobierno federal se quedará sin autorización para seguir financiando sus actividades con normalidad. La división de opiniones en el Capitolio es acentuada. Muchos han saludado la nueva voluntad de compromiso exhibida por los líderes de ambos partidos tras años de parálisis política, una oportunidad para que Congreso se centre en las reformas que necesita el país en lugar de tener que negociar parches cada dos por tres para extender la financiación pública. Y se ha celebrado el fin de la austeridad como dogma de fe.

Lo que no quita que muchos se opongan al acuerdo, especialmente en la Cámara de Representantes, la más ideológica. El rechazo entre los republicanos viene fundamentalmente de los conservadores fiscales que todavía no todavía no han abrazado el desinterés del trumpismo por las cuentas saneadas. Entre los demócratas, las objeciones se derivan de la exclusión de una solución para los dreamers en la ley presupuestaria. Su protesta la escenificó el miércoles Nancy Pelosi, la líder del partido en la cámara baja, que durante ocho horas ininterrumpidas tomó el micrófono para reclamar la regularización de los inmigrantes indocumentados que llegaron a EE UU siendo unos niños. A sus 77 años, Pelosi batió el récord del discurso más largo en la cámara.

En muchos sentidos, Trump está gobernando como un republicano convencional. Pero, en otros, está cambiando a sus correligionarios. Ya lo dijo en campaña: «Soy el rey de la deuda». «He hecho una fortuna usando la deuda y, cuando las cosas no funcionan, la renegocio». Claro que no es lo mismo ser un magnate de los casinos que el presidente de la primera potencia económica, cuya solvencia se deriva del convencimiento de que devolverá hasta el último céntimo del dinero que le han prestado.

Diversas predicciones apuntan a que los estímulos fiscales de su recorte tributario y el presupuesto que el Congreso negocia impulsarán el crecimiento, una de las metas que Trump se fijó al prometer una expansión cercana al 4% anual. (En su primer año quedó en el 2.3% del PIB). Pero a nadie se le escapan los riesgos que esta política comporta. Por regla general, los déficits crecen en época de recesión y bajan durante los períodos de expansión económica. Una lógica permite a los gobiernos sanear sus finanzas cuando las cosas van bien para volver a endeudarse cuando es necesario reflotar la economía.

Obama cumplió con ella. Bajo su mandato, el déficit pasó del 9.8% del PIB en 2009, cuando acabó la recesión, al 2.4% en 2015. Pero con Trump ya en el poder se espera que crezca hasta el 4.7% en 2019, cifra que solo contabiliza el recorte de impuestos. Todo parece indicar, sin embargo, que la cosa no quedará ahí. Los conservadores ya han anunciado que pretenden reformar las prestaciones sociales. O lo que es lo mismo: recortarlas. Eso significa que si sus planes salen adelante serán clases medias y los pobres las que paguen su rebaja fiscal a los ricos y el nuevo presupuesto.