Donald Trump ha afrontado esta madrugada su primer discurso del estado de la Unión con la intención confesa de unir a Estados Unidos, un país donde la fractura social y política no ha hecho más que acentuarse desde que el magnate neoyorkino llegó al poder. El líder estadounidense aparcó momentáneamente la retórica incendiaria y tremendista de muchas de sus intervenciones para tender puentes a sus rivales demócratas y presentar una visión optimista del futuro. “Pido a todos nosotros que aparquemos nuestras diferencias, busquemos los intereses comunes y logremos la unidad que necesitamos para servir al pueblo”, dijo ante las dos cámaras del Congreso, que le aplaudieron tan divididas como la interminable conversación que se libra en las calles.

Trump fue durante más de una hora y media algo muy parecido al presidente que el país ha reclamado desde que tomó el poder hace un año. Un hombre capaz de exponer sus ideas sin insultar a nadie, sin ver enemigos debajo de cada piedra, ni recurrir a las pasiones más bajas del chovinismo nacionalista para enfervorecer a la platea. Leyó lo que llevaba escrito y apenas se salió del guion. Envalentonado por la buena marcha de la economía, y con datos como la euforia bursatil o un paro en mínimos históricos entre los afroamericanos y los latinos, dijo haber conseguido “un progreso increíble y unos éxitos extraordinarios”. Habló de su “masiva bajada de impuestos” o de la aparente reactivación de las manufacturas. “Este es nuestro nuevo momento americano. Nunca hubo un momento mejor para empezar a vivir el sueño americano”, aseguró el presidente.

Con una audiencia estimada de más de 40 millones de telespectadores, Trump aprovechó el escaparate único que concede el estado de la Unión para vender los planes más inmediatos de su agenda. También los menos conocidos. Como su intención de rebajar los precios de los medicamentos con receta. De promover la reinserción de los presos, a los que este país condena también cuando han cumplido sus penas con cientos de restricciones que les impiden rehacer una vida normal. O de acabar con esa anomalía que hace de EE UU el único país industrializado que no concede por ley a sus trabajadores la baja pagada por paternidad. Esa idea es de su hija Ivanka, y como muchas de las propuestas que desplegó, cuenta a priori con las simpatías de los demócratas.

El grueso de su lista de la compra lo acaparó su plan para modernizar las lastimosas infraestructuras del país con una inversión de 1.5 billones de dólares, un costo que pretende que asuman principalmente municipios, estados y empresas privadas a través de programas público-privados. Pero sobre todo habló su reforma de la inmigración. “Mi obligación es defender a los americanos, proteger su seguridad, la de sus familias, sus comunidades y su derecho al sueño americano porque también los estadounidenses son soñadores”, dijo refiriéndose a esos ‘dreamers’ que ha convertido en rehenes políticos del muro que pretende construir en la frontera con México. Pero en este sentido, no aportó nada nuevo. No mostró flexibilidad ni hizo ningún intento de ponerse en el lugar de sus rivales políticos. Los demócratas firmarían mañana mismo su idea de regularizar a 1.8 millones de indocumentados, pero el precio que a cambio les resulta prohibitivo.

Arsenal nuclear y gasto en Defensa

La política exterior quedó relegada al final, pero dio para un buen puñado de titulares. Trump divide el mundo entre ganadores y perdedores, entre países fuertes y débiles, entre emprendedores y parásitos. Y como ya ha dejado claro en más de una ocasión que aspira a que su "botón" sea más grande que el de nadie. “Al enfrentarnos a estos peligros, sabemos que la debilidad es el camino más corto hacia el conflicto y el poder inigualables es la mejor garantía de nuestra defensa”, dijo con reminiscencias de la era Reagan ante el aplauso mayoritario.

Anoche describió a China y Rusia, la misma con la que su entorno coqueteó repetidamente durante la campaña, como “rivales que desafían nuestros intereses, nuestra economía y nuestros valores”. Llamó a aumentar el presupuesto de Defensa, a mantener Guantánamo abierto hasta el fin de los tiempos y a modernizar el arsenal nuclear, una tarea que comenzó su predecesor Barack Obama. “Esperamos no tener que utilizarlo nunca, pero lo haremos tan grande y poderosos que servirá para disuadir cualquier acto de agresión”. No cantó victoria contra el Estado Islámico, aunque dijo que la coalición liderada por su país le ha arrebatado “casi el 100% del territorio que los asesinos controlaban en Siria e Iraq”. Y también azuzó los espantajos de Corea del Norte e Irán.

Con un poco de perspectiva fue seguramente su discurso más serio, por momentos, un paseo militar para ensalzar sus éxitos que puso en pie a los republicanos y dejó entre escépticos y petrificados a los demócratas. Una suerte de momentáneo respiro para un país que ha vivido de sobresalto en sobresalto uno de los años más caóticos y disparatados de su historia reciente.