La cumbre que mantuvieron en 1961 John Kennedy y Nikita Khrushchev había sido considerada hasta ahora como la peor actuación de un presidente de Estados Unidos en un cara a cara con su contraparte rusa. Kennedy llegó a decir después que había sido el «peor día» de su vida. «Me destrozó», confesó a un periodista. Poco después, el Kremlin dio el visto bueno para que comenzara la construcción del Muro de Berlín, a la que siguió el traslado de misiles nucleares soviéticos a Cuba, una crisis que estuvo a punto de abocar al mundo a la guerra atómica. Pero a aquel sonoro tropiezo diplomático le ha salido ahora un serio competidor, según escribe Robin Wright en New Yorker. La cumbre entre Donald Trump y Vladímir Putin ha dejado un regusto de profunda humillación en Washington. Hasta los aliados del presidente han condenado el espectáculo con tintes surrealistas de Helsinki.

Trump trató ayer de capear la tormenta, asegurando que acepta las conclusiones de la investigación estadounidense sobre la ingerencia rusa en las elecciones del 2016 que ganó a su rival demócrata, Hillary Clinton, pero subrayó que esa ingerencia no tuvo ningún impacto en los comicios. En la capital finlandesa, Trump hizo lo que ningún otro presidente había hecho antes en la historia reciente. Dio más credibilidad a la palabra de su rival geopolítico, acusado de interferir en las pasadas elecciones norteamericanas, que a la palabra de la justicia estadounidense y su aparato de seguridad. Y lo hizo en suelo extranjero, delante del mismo hombre que, según sus agencias de espionaje, habría ordenado los ciberataques contra el Partido Demócrata y la campaña de desinformación que le siguió.

«El presidente Putin me dice que no es Rusia. Yo diré lo siguiente: no veo ningún motivo por el que tendría que ser», dijo Trump al ser preguntado crudamente si cree la versión de los suyos o la del presidente ruso. Antes se le preguntó si Moscú tiene alguna responsabilidad en el deterioro de la relación bilateral.

«Creo que los dos países son responsables», respondió antes de criticar la «tontería» de sus predecesores por no sentarse a hablar con Moscú.

Palabras como esas, así como el uso que hizo de la rueda de prensa para volver a fustigar al FBI o a la «caza de brujas» del fiscal Robert Mueller, a repetir que «no hubo colusión» o a extenderse sobre el «gran trabajo» que hizo para ganarle las elecciones a Clinton, se han interpretado en Washington como un signo de debilidad. Por no hablar de la deferencia rayana en el servilismo que le dedicó a Putin en todo momento. «El presidente Trump tiene que aclarar sus declaraciones en Helsinki sobre nuestro aparato de seguridad y Putin», tuiteó Newt Gingrich, uno de los aliados más leales del magnate. «Es el error más serio de su presidencia y debe corregirse inmediatamente». Los líderes republicanos en el Congreso le recordaron que

«Rusia no es nuestro aliado» y «no hay duda de que Moscú interfirió en las elecciones». Otros más díscolos como el senador John McCain, fueron todavía más duros: «Ningún otro presidente se había rebajado de una manera tan abyecta ante un tirano». El pasado de EEUU está sin embargo repleto de relaciones con dictadores. Pero estos contactos dan cuenta de la desconexión que existe entre la postura extraordinariamente conciliadora de Donald Trump hacia Rusia y las durísimas políticas de su Administración, alineadas con el consenso en Washington.