El final de las vacaciones trae los mismos lamentos de millones de chinos: precios abusivos, trato desabrido y aglomeraciones opresivas. Es seguro que se repetirán este viernes, cuando concluyan los ocho días de descanso, y es probable que emerja de nuevo el debate sobre ese sistema de tres semanas oficiales de vacaciones que fue instaurado décadas atrás para estimular el turismo local y familiarizar a la población con aquel exótico concepto del ocio. Hoy sólo sirve para que las vacaciones conjuntas de 1.400 millones de chinos permitan los desmanes impunes de una industria que, con ese mercado potencial, no necesita la fidelización. Existen pocos privilegios mayores en China que un trabajo que permita regatear el calendario oficial.

Esos lamentos serán el enésimo síntoma de que China ha recuperado su vieja normalidad. Se suceden los tumultos en estaciones de tren, aeropuertos, parques y templos cuando el mundo lidia con segundas olas y planea nuevos confinamientos. El Gobierno ha animado a viajar y no ha escaseado el entusiasmo. Las reservas hoteleras superan en un 50% a las del año anterior, las de vuelos son similares y se han destinado 1.200 nuevos trenes para absorber la demanda. Los pronósticos oficiales hablan de 600 millones de turistas, alrededor del 40% de la población total. Son un 25% menor que los del año pasado, pero los expertos lo atribuyen menos al miedo al contagio que a la crisis económica.

CUARENTENAS DE DOS SEMANAS

Será un desahogo para el sector turístico tras su año más árido. La cuarentena de dos semanas que exige China tras regresar del extranjero ha impedido este año que la pujante clase media viaje hasta los templos sintoístas japoneses o las playas tailandesas. Una veintena de gobiernos provinciales han rivalizado en descuentos, más de un millar de centros turísticos han abierto gratis sus puertas y el Gobierno ha reducido las restricciones sobre el aforo del 50 al 75%. La Torre de la Grulla Amarilla de Wuhan se ha impuesto este año como destino más buscado a clásicos como el Parque de Disneylandia de Shanghái, los guerreros de Terracota de Xian, los paisajes oníricos de Guilin o las reservas de pandas de Chengdu. Esta semana no cobran los 100 yuanes (12,5 euros) por entrar a la torre y, además, queremos mostrar nuestro apoyo a los compatriotas de Wuhan tras todo su sufrimiento, señala Xiao Wang, empresaria, en la estación de tren de Pekín.

China roza los dos meses sin contagios locales y las decenas de casos importados son rápidamente detectados en el aeropuerto o en las dos semanas de encierro hotelero. El Centro de Control y Prevención de Enfermedades aclaró en las vísperas vacacionales que los viajes domésticos no exigían cautelas especiales. Ahora es imposible contagiarse en ambientes sociales, tranquilizó Wu Zunyou, su jefe epidemiólogo. No preocupa que, como ocurrió en Grecia o Croacia, el turismo devuelva al virus.

CÓDIGO VERDE

En China es obligatorio mostrar el código verde en el teléfono que te acredita como sano para viajar y sólo algunas instalaciones turísticas exigen el registro previo. El metro de seguridad recomendado es quimérico en las aglomeraciones pero los chinos siguen fieles a las mascarillas.

Pekín es de nuevo esta semana ese gran pueblo que atrae a los chinos de todos los rincones del país. Se avanza trabajosamente por Dashilar, la calle comercial más antigua y epicentro bohemio antes de que Mao finiquitara los fumaderos de opio y burdeles. Desemboca en la inmensidad cementera de Tiananmén y un vistazo aconseja dejar la plaza para otro día. Un paseo por la cercana avenida Wangfuying, donde se levantaron los primeros centros comerciales de la capital, permite apreciar la riqueza dialectal del país.

Es un contraste mayúsculo con las pasadas vacaciones. En el Festival de Primavera, que este año cayó a finales de enero, Wuhan acababa de ser sellada, las restricciones de movimientos alcanzaban a todo el país y la aterrorizada población se había encerrado en casa. La irritación por el turismo de masas serán, por una vez, una buena noticia.