Mehmet estaba hablando por teléfono dentro de su tienda cuando, el domingo por la tarde, un mortero cayó delante de su puerta. Los cristales se rompieron, sus mercancías reventaron y ardieron y él salió despedido. Al levantarse se dio cuenta de lo que había pasado y entró en pánico. «Yo estaba bien, pero sabía que en los pisos superiores estaba mi familia. Mi hija pequeña estaba en casa», dice Mehmet, él con todo el cuerpo cubierto de vendas pero con su hija ilesa a su lado.

Veinticuatro horas después de que cayera el mortero, Reyhanli, cerca de la frontera con Siria, parece tranquila. Pero los cristales y los escombros siguen donde los proyectiles los dejaron. Los vecinos merodean. Algunos miran; otros tratan de ayudar.

A mediodía, por delante de la tienda destruida de Mehmet, pasa un grupo de jóvenes en moto. Gritan, pitan y jalean a la gente. Son unos diez e intentan que el ruido de sus motos les acompañe. Todos llevan banderas de Turquía colgadas a la espalda: celebran la operación que Erdogan ha empezado contra el cantón sirio de Afrín.

«El pueblo turco quiere vivir en paz -dice Mehmet-. Los que están detrás de estos ataques no van a poder dividirnos. Incluso en el estado en el que estoy yo me iría a hacer la guerra por mi patria. Por mi país, por mi Turquía. Incluso con estas heridas iría».

Lo que era la ventana de la habitación de su hija hoy es un agujero en la pared, y todos los cristales están esparcidos por el piso. La chica, por suerte, estaba en otra habitación. Nadie más en la familia de Mehmet resultó herido. Ellos tuvieron suerte. El mortero impactó en la calle y su metralla destrozó la fachada del edificio. En la calzada, el proyectil chocó contra un coche en el que viajaba un refugiado sirio: el único muerto.

Minutos después, en la misma ciudad turca de Reyhanli, cayeron dos morteros más. Por estos ataques, lanzados por las milicias kurdosirias de las YPG desde el otro lado, 30 personas resultaron heridas.

Desde el otro lado. Pasada la frontera, en el cantón de Afrín, están las YPG, una fuerza que recibe -o recibía- el apoyo estadounidense, pero que es considerada un grupo terrorista por Turquía. Por eso, el sábado pasado, Ankara empezó una ofensiva militar para tomar el cantón.

Desde entonces, según las YPG, 18 civiles han muerto en Afrín a causa de los bombardeos de la aviación turca. La coalición internacional, la aliada de las YPG, no se ha pronunciado sobre la ofensiva y esta milicia, que ha luchado durante años contra el Estado Islámico con el apoyo de Occidente, se siente abandonada.

«Pedimos que la coalición asuma sus responsabilidades. Hemos sido buenos aliados hasta ahora», dijeron en un comunicado las Fuerzas Democráticas de Siria (SDF), una coalición que está liderada por las YPG.

Francia ha pedido a Turquía que «se frene». Erdogan lo descarta: «No vamos a retroceder en Afrín -afirmó ayer el presidente turco-. No necesitamos el permiso de nadie ni vamos a parar hasta que la operación contra estas organizaciones terroristas haya terminado».

Y toda Turquía celebra sus palabras. Toda, eso sí, menos la liberal y prokurda, representada por el HDP. Los demás partidos del país, tanto partidarios como opositores de Erdogan, han bendecido la invasión de Afrín, considerada como un derecho nacional para luchar contra la guerrilla del PKK, muchos de cuyos miembros están dentro de las YPG.

Las televisiones turcas retransmiten las 24 horas cómo el Ejército turco bombardea posiciones «terroristas»; cómo toma pueblos antes controlados por «terroristas»; cómo Turquía vence a los «terroristas».

«NO DEBEMOS TENER MIEDO» / Pero en Reyhanli, en la frontera con Afrín, la guerra no es algo que pasa a miles de kilómetros, a través de las 20 pulgadas de un plasma colgado en la pared. Desde hace tiempo, explican sus habitantes, muchos vecinos se han marchado: los que tienen más dinero se han ido a Estambul. Los que menos, a ciudades más cercanas.

«Pensamos con mi mujer en mandar a nuestro hijo de 8 años a Antakya, donde viven sus tíos. Se lo comentamos al crío, pero dijo que no», comenta casi con orgullo Mustafá, un vecino de Reyhanli al que no le gusta demasiado la gente que opta por marcharse. «Los turcos no tenemos que tener miedo. Esta es mi ciudad y este, mi país. Esta es una guerra justa y nosotros somos gente fuerte. ¿Mi hijo no tiene miedo? Yo tampoco».

EN ESTADO DE ALERTA / Mustafá, el domingo, estaba tomándose un té cuando le cayó a pocos metros uno de los tres morteros que impactaron en Reyhanli. Desde entonces, explica, está un poco más alerta que antes.

Solo un poco: «Si uno se fija se pueden escuchar los aviones turcos volando al otro lado de la frontera. Y, si no hay viento, se oye cómo sueltan las bombas», explica Mustafá, que ríe y apunta con el dedo a su oreja. Mehmet y Mustafá son víctimas de esta guerra. Mehmet y Mustafá aprueban esta guerra.