Una capa dorada planea a ras de la dura explanada de hormigón, siempre a rebufo del antojo de una mocosilla y de su enorme sonrisa. La pequeña improvisa su hoja de ruta sorteando con soltura cualquier tipo de obstáculo, se basta y se sobra con su capa para sobrevolar todo un universo de fantasía. Ese será también el vestuario imprescindible al que recurrirá horas después cuando, muy probablemente, esa manta térmica pierda sus condiciones mágicas para convertirse en la única prenda con la que preservar del frío a su cuerpo liviano. Anochece en Moria, el campo de refugiados de la isla griega de Lesbos, y ni siquiera la penumbra puede ocultar el desolador panorama que aquí traspasa con demasiada facilidad el umbral de la dignidad humana.

No todos los habitantes de Moria tienen tan fecunda imaginación para evadirse de las deplorables condiciones del entorno. ¿Cómo obviar los aprietos de un aforo que casi cuadruplica las 2.000 plazas previstas en el 2016, cuando se construyó como recurso de emergencia ante la ingente llegada de personas que huían, que huyen, de la miseria y la barbarie? Incluso se ha creado en un tiempo récord el asentamiento alegal de Olive Grove, con unas 1.300 personas que subsisten, en peores condiciones si cabe, en los aledaños del campo principal. Sumados a los casi 4.000 que se buscan la vida por toda Lesbos y a los 2.000 del campo de Kara Tepe, exclusivo para familias, se superan las 15.000 personas en una isla de apenas 86.000 habitantes. Moria es ya el segundo núcleo más poblado de Lesbos y es también el más saturado de Grecia.

Mohamed Assad se encoge de hombros y da una respuesta tan caústica como inapelable sobre la desventura que le ha empujado a dar con sus huesos en Moria: «O esto o una muerte segura». Explica que llegó hace 4 meses de Siria con una mirada entre triste y resignada, quizás por saber que, de media, la espera para saber si tendrá papeles puede llegar a triplicar ese periodo.

Un vistazo entre las tiendas de campaña y barracones donde habitan revela el heterogéneo mosaico del vecindario de Moria. Casi la mitad son sirios (49,5%), seguidos de afganos (24,7) e iraquís (15,8%). La presencia de nacionalidades, culturas y religiones de lo más variado, hacinadas en unas precarísimas condiciones son la chispa que prende en los numerosos conflictos verbales, peleas e incendios que frecuentan en Moria y en otros campos de refugiados de Grecia.

Salen a flote entonces las consecuencias de una política estatal y de la UE tan superficial y desajustada que deja a la vista las numerosas carencias que sufren los migrantes a diario. Y con ellos, todos los profesionales y voluntarios que allí se desempeñan. Lo saben bien los policías destinados al campo, apenas 15 por turno más otros 7 que custodian la parte en la que están recluidos quienes vulneran las normas gravemente. «No hay una salida de emergencia, ni plan de evacuación en caso de riesgo extremo, ni siquiera bocas de agua para extinguir incendios; los agentes deben pagar de su bolsillo las medidas higiénicas y de desinfección del vestuario», relata un policía.

El agente no revela su identidad para poder desahogarse con libertad, y denuncia que, aprovechando el desconcierto del aluvión migratorio, campan en el anonimato una minoría muy dañina de maleantes. «Esto es un gueto donde caben la prostitución, las violaciones, el trapicheo de drogas… Imposible de controlar con tan pocos efectivos», se lamenta.

De entre la amalgama de islas bañadas por el Egeo están encajando la peor parte del drama humanitario aquellas que se encuentran más próximas al litoral turco, después de que Ankara decidiera elevar un muro en el río Evros y evitar el tránsito de personas procedentes de Oriente Próximo y África por el norte de su territorio, rumbo a la Grecia continental y a Bulgaria. Así, las rutas se han visto alteradas, obligando a pasar de la tierra al agua a personas que, en muchos casos, nunca antes habían visto el mar. El nuevo objetivo está en Lesbos, en Samos, en Lemnos... toda vez que parte de sus respectivas superficies están a menos de 6 o 7 millas del litoral otomano. Y en Chios, claro, uno de los destinos sobresaturados de migrantes, como se puede comprobar en el campo de Vial.

Allí ha librado batalla física y emocional Alicia Beguiristain, enfermera y cooperante enrolada en DYA y Salvamento Marítimo Humanitario. Alicia trata muchas afecciones respiratorias y cutáneas, lesiones por las peleas habituales... Y sobre todo escucha: pese a las barreras idiomáticas y al flagrante déficit de traductores, a los migrantes les reconforta sentirse acompañados en su dura travesía por el averno. «Hay mucho llanto, mucha tristeza y frustración. Gente que ya no puede más, que está tan desbordada que se autolesiona y se derrumba en una tremenda crisis de ansiedad», dice. Alicia denuncia las tremendas limitaciones de material, el exceso de control al que ve sometida su labor, pero sobre todo una vulneración de los derechos humanos tan flagrante que empeora cualquier escenario de los países africanos en los que ha cooperado, donde al menos gozaban de más intimidad y más posibilidades de decidir sobre cómo organizar su vida en comunidad. «Da mucha rabia ver todo este espectáculo sabiendo que podría no ser así; no digo que sea fácil, pero sabemos que podría cambiar. Pero así sigue y me temo que así seguirá. Y entonces yo no puedo evitar sentir una inmensa vergüenza de ser europea».