«Nunca me impresionó. Hablaba mal, era hosco y extraño», recordó la escritora y exmilitante sandinista Gioconda Belli. «Tiene todas las mañas del gato, que entra en la casa y roba la comida», lo definió Henry Ruiz, uno de los excomandantes de la revolución que, dicen muchos protagonistas de aquella alborada de 1979, Daniel Ortega convirtió en caricatura. Ortega encabezó la histórica Junta de Gobierno sandinista, ganó los comicios de 1984 y, con el lastre de la guerra, fue derrotado en 1990 por Violeta Chamorro.

Cuando volvió a la presidencia, en el 2006, había completado su transfiguración. Asumió con el deseo de eternizarse. Para garantizarla, fumó la pipa de la paz con el cardenal Miguel Obando, la gran figura del antisandinismo en los 80. El prelado ofició su boda con Rosario Murillo en septiembre del 2005, poco antes de volver a gobernar renacido como cristiano decimonónico que alterna consignas antiimperialistas con la construcción de un proyecto esencialmente matrimonial. Las peripecias de Ortega no se entienden sin su alianza con Rosario Murillo. Ella, educada en Suiza, políglota y cosmopolita, madre de siete hijos, poeta vocacional y autora de las canciones que ensalzan a su esposo, es sobrina-nieta de Augusto César Sandino, el prócer de Nicaragua del siglo XX. Al amparo de ese apellido cogobiernan.

«Es una pareja delirante con una desmedida ambición por la riqueza, sin el más mínimo escrúpulo. Lo que vemos es la psicopatología en el poder. Son poderópatas», dijo la socióloga y referente feminista Sofía Montenegro. Se conocieron en 1977, como militantes clandestinos. Tiempos de un guevarismo del que no quedan ni cenizas. Nunca más se separaron. Él tiene 72. Rosario, 66. Ortega es Murillo y Murillo es Ortega. «Somos 50% y 50% en la presidencia», dijo el excomandante. No solamente porque ejerce como primera dama y tiene cargos ejecutivos: la declaró su heredera cuando se canse de la reelección indefinida.

Comparten deseos y aversiones, en especial la crítica periodística. Viven fuertemente custodiados y recelan de sus colaboradores. Mientras Ortega sobreactuó su conversión religiosa, Murillo hizo un viaje espiritual a Oriente y la New Age. Se atiborró de collares, pulseras, anillos. Ordenó instalar en Managua árboles de metal fucsia, amarillo, celeste, los colores que suele elegir para vestirse. «La bruja», le dicen sus adversarios.

Dora María Téllez, una excomandante de la revolución, sumida en el desencanto desde 1995, asegura que los Ortega tratan de forjar un proyecto dinástico que perpetúe el apellido. En el álbum familiar falta desde hace 20 años una fotografía, la de Zoilamérica Narváez, hija del primer matrimonio de Murillo, quien acusó a Ortega de haber abusado sexualmente de ella desde los 11 años. Los cargos fueron rechazados por una jueza y Zoilamérica se fue al exilio. Rosario decidió respaldar a su esposo y socio. «Me ha avergonzado terriblemente que a una persona con un currículo intachable se la pretendiera destruir».