Acertado estuvo el mestre Gargori a la hora de ponerle música a la faena de Jorge Rivera. El pasodoble Vicente Ruiz El Soro fue la banda sonora perfecta a una historia de superación donde los sueños, se cumplen si se buscan. Mientras sonaban las notas de Enrique Ros, uno rememoraba los inicios de aquel torero de Foios nacido en la huerta con las condiciones muy limitadas para ser torero, pero con una ambición y una fuerza capaz de arrastrar, no solo a los pueblos de la huerta, sino a toda una Valencia, que acabó convirtiéndolo en su abanderado y referente de la tauromaquia valenciana de los 80. Así comenzó el sorismo, con un pueblo volcado ante la sinceridad de un torero que supo emocionar. Porque el toreo no es más que un sentimiento que te pincha el alma, y el castellonense, lo consiguió con su personalidad arrolladora. Por la vía del valor.

Llegó al tendido y los cimientos vibraron con su raza, siempre con mucha verdad y exponiendo en todo momento. El toreo apasionado y electrizante de Jorge Rivera embriagó de emoción a la plaza de toros de Castellón.

Ocurrió en el séptimo novillo de la tarde, enrazado y con movilidad, que ayudó a que todo cuanto hiciera el joven de la tierra estuviera envuelto de emoción. Fue ilusionante ver a toda una afición volcada con su torero. No hace falta valorar si el conjunto tuvo mayor o menor temple, más o menos pausa. A esas horas no importaba, tiempo tendrá de pulirlo. El mejor termómetro fue sentir la emoción del público, que siempre fue sabio en estos menesteres. Al final, a pesar incluso de no manejar bien el acero, se le concedieron las dos orejas y en volandas se lo llevaron por la puerta grande, con el rostro de la felicidad y el deber cumplido. Fue su día.

Quien no tuvo un final esperado fue el otro componente de la Escuela Taurina de Castellón, Marcos Andreu. El castellonense quiso hacer el toreo clásico, pero no siempre surgió, unas veces por las condiciones del animal, otras por acusar cierto nerviosismo, lógico por otra parte ante el compromiso de presentarse ante sus paisanos en el coso de Pérez Galdós. Voluntad no le faltó, ni se vino abajo en ningún momento ni se aburrió ni cesó en su intento de encontrarle soluciones a su labor para hilvanar faena.

Tenía su lidia el novillo. Embistió algo rebrincado y no siempre humillado. Pesaba en la mano, con un viaje más bien corto, requirió llevarlo toreado y romperlo adelante. Hubo pasajes sueltos del castellonense Marcos Andreu, a quien se le atascó la espada y también el descabello. Sus paisanos lo arroparon y le dieron calor en todo momento.

Lo mejor de la tarde

A Manuel Diosleguarde se le adivina un torero con proyección. Tiene unas condiciones innatas. Lleva el toreo en la cabeza y en el cuerpo, porque importante es parecerlo, tanto como serlo. Con el debut con picadores a la vuelta de la esquina, demostró ayer que no solo está preparado para dar el salto, sino que puede plantarle cara a cualquiera de los que se baten en el cobre en las ferias. Sorprendió nada más abrirse de capa y estirarse a la verónica. Ahí comenzó a poner expectante al público, soltando los vuelos de la tela rosa con cadencia y sabroso encaje. Antes, en el quite a su compañero, fue arrollado por comprometerse en ajustadas caleserinas. No fue fácil el novillo de Fernando Peña, agradecido, pero con sus teclas, sin acabar de emplearse. Pero el salmantino le supo buscar las alturas y el sitio. La colocación, exacta, adivina una cabeza fría. Toreó Manuel con expresión, gustándose en todo momento llenando de belleza su toreo de compás abierto, cargando la suerte, entregado. Mató al segundo intento y su labor, que merecía mayor número de trofeos, fue premiada con un apéndice incomprensiblemente. Un atraco. ¡Ojo a este torero!

Muy bueno fue el novillo que abrió plaza, bravo y exigente, que pidió firmeza, oficio y mano baja. Al espigado torero Lucas Miñana le faltó naturalidad. Hubo excesiva preocupación por buscar una estética que parecía postiza, cuando el toreo siempre fue naturalidad. Y aunque ligó las tandas bien, sin apenas enmendarse, lo hizo con excesiva velocidad. El cuarto fue una prenda: desclasado, soltando la cara, reservón… A pesar de todo ello, el joven valenciano Jordi Pérez estuvo muy por encima de las circunstancias, no se arrugó en ningún momento con una actitud que fue encomiable.

El almeriense Jorge Martínez dejó buena impresión con un toreo al natural encajado y de mano baja frente al quinto de la tarde. Fue este un novillo de mayor nobleza, con una embestida más templada. No manejó bien la espada, pero paseó una oreja. Rafael León no acabó de estar a gusto frente al sexto y terminó contagiando al público de tal desidia. Al de Peña, que tuvo más cuajo y presencia que sus hermanos, le faltó raza y alma, y acabó poniéndola el malagueño, que se sintió más a gusto al final de la faena, con el toro ya apagado.