N i los más viejos del lugar, en crónicas de periódicos amarillentos, recuerdan una Ofrenda de Flores como la de este sábado en la que un aguacero de ciclogénesis que se avecina se postró a los pies de la patrona de la ciudad sin que nadie le hubiese invitado. Así de simple y sencillo.

Y es que a diferencia de otros actos magdaleneros como la Romeria, cabalgata infantil y el Coso Multicolor, en los que el líquido elemento es visitador constante, el acto de homenaje a la Virgen de todos los castellonenses que se recuerde, por lo menos en los últimos treinta años, nunca había estado marcado por las inclemencias climatológicas y, especialmente por una lluvia primaveral que quiso realizar su particular ofrenda.

A lo mejor, esta lluvia eran lágrimas del cielo. Que recordaban a los eméritos castellonenses amantes de la fiesta tradicional que nos ha dejado.

O, a lo mejor, la más vibrante alegoría en forma de agua de la necesidad de la lluvia para que crezcan las flores que nacen en primavera. Una estación que en Castellón tiene su santo y seña. Primavera al castellonense modo, cuando iniciamos el camino hacia el cuarto domingo de Cuaresma. La basílica de Lledó fue ayer el recordatorio inmenso de que hay unas señas de identidad muy propias, un ADN terriblemente castellonero que puede hablar de lluvia, pero también de un mar de flores.