Vaya por delante que soy morantista convencido. Conviene dejarlo claro desde el principio, porque aunque intentare ser ecuánime, soy consciente de que difícilmente lo conseguiré. Me contaba Alfonso Navalón que en esto del toro, las cosas se hacían despacio, de fuera hacia adentro y de arriba a abajo. Así de simple y así de difícil, pero cuando el genio de la Puebla del Río se pone, no solo cumple esas premisas, ya que, además, clava los pies en el albero y despliega una plasticidad que raya la perfección.

Vale que no tiene regularidad, ni falta que le hace, porque cuando un toro no le sirve para qué perder el tiempo en trasteos sin sentido. Los genios lo dan todo o nada. Me quedo con su trasteo al cuarto como uno de los momentos más brillantes de la feria, con más verdad y con más arte. Con esa cadencia en cada lance, la naturalidad de quien parece torear de salón como tocado de la gracia divina.

El otro lado del espectro tiene nombre propio, Julián Lopez y representa el toreo de entrega, de constancia, el que aprovecha cada toro, o al menos lo intenta. El que sale a revienta calderas si sus compañeros están triunfando, y él todavía está de vacío. El perfecto estoqueador. Lástima que con estos toros, todo esto pierde fuelle, porque los toreros cuya principal baza es la emoción lo tienen mucho más crudo cuando el toro apenas pasa de discreto.

Perera, no tengo claro si no puede o no quiere, porque en plazas de más fuste le he visto cruzarse y torear de verdad, pero aquí no termina nunca de sacar ese potencial, y, entre que no tiene la raza de El Juli ni la clase y el arte de Morante, lo que podrían ser tardes de gloria no pasan de actuaciones discretas. Es lo que se suele decir venir a pasar la tarde.