Podemos está descubriendo lo que significa formar parte de un Gobierno de coalición, tragando sapos ajenos. Nacieron al amparo de las protestas del 15-M. Ese vendaval, con tintes a lo Mayo del 68, alumbró una nueva izquierda y cosechó notables éxitos. Tanto fue así que conquistó las alcaldías de Madrid y Barcelona. Generó ilusión, puso en un aprieto al PSOE e incluso puso en guardia a esos turbios poderes que en España mandan casi todo.

El PSOE de Felipe González los miraba con aversión. Y huelga decir que el de Pedro Sánchez tampoco los quería para su puesta de largo. Quiso a Ciudadanos. Primero, con un acuerdo de Gobierno. Y luego, clonando su discurso. Los resultados electorales y la tozudez suicida de Albert Rivera dieron al traste con los planes de Sánchez. Al final, este se apresuró a abrazar a Pablo Iglesias tras haberlo menospreciado.

El proyecto de Podemos ha perdido fuelle. Ellos, que se nutrieron de las protestas contra el sistema, han perdido (pese a ganar) Madrid, gracias al voto de la derecha extrema. Y han retenido Barcelona (pese a perder) con el voto de esa derecha, de esos que Ada Colau y los suyos calificaron como fondos black .

La paradoja no puede ser más hiriente. Ellos, que nacieron como reacción a un clamor social que demandaba una sociedad más justa y libre, gobiernan hoy en la capital catalana gracias al apoyo de la peor derecha. Y es esa derecha dura, que antepuso la patriótica premisa de frenar un acuerdo soberanista y republicano en Barcelona, la que asedia a sus líderes en Madrid. Posiblemente la misma con la que acabarán negociando los Presupuestos y el resto de legislatura, tras enterrar la mesa de diálogo. Y con la que deberán lidiar en los tribunales. H

*Periodista