El paso de los días tras los atentados del 17 de agosto va aportando elementos de juicio que dan la razón a los observadores perspicaces que en las horas inmediatamente posteriores a los hechos pusieron de relieve un cambio significativo respecto de anteriores ataques de matriz yihadista: los autores de este son jóvenes nacidos o crecidos en Cataluña, hablan catalán, no viven en guetos y están aparentemente integrados en nuestra sociedad. Un dato capital que desmiente la tesis compartida por sociólogos y políticos en las últimas décadas, a saber, que las dificultades para la integración de la población de origen musulmán se dan sobre todo en la primera generación, pero que la segunda, aun manteniendo vínculos con su cultura de procedencia, pasa el rubicón de la plena incorporación.

El 17-A nos ha demostrado que la realidad no es como creíamos, lo que nos obliga a plantearnos, colectivamente, qué hemos hecho mal. Es verdad que no hay el racismo rampante que sí existe en otros países de nuestro entorno, pero también lo es que los hijos de la inmigración tienen peores oportunidades para salir adelante en la vida. Ver a diario que muchas veces la mirada y la actitud de los otros te hacen sentir diferente explica que jóvenes aparentemente normales, como los de Ripoll, hayan sucumbido a las acechanzas de tétricos personajes como el imán Abdelbaki Es Satty. Es preciso revisar y corregir las pautas de comportamiento para que los jóvenes de familias musulmanas se integren de verdad. Y esa es una responsabilidad que incumbe tanto a las administraciones como a cada uno de nosotros.

En este clima de reflexión y asimilación de la tragedia del 17-A, Barcelona vivirá hoy una gran manifestación de duelo que debe ser también una demostración de firmeza y unidad en torno a los valores que compartimos: la defensa de la vida, de la democracia, del diálogo y de la tolerancia.