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Casi la mitad de la población española actual no había nacido o apenas tenía uso de razón cuando el 23 de febrero de 1981, el teniente coronel Antonio Tejero al frente de un puñado de guardias civiles ocupó el Congreso en un intento de poner fin a la recién nacida democracia. Fueron 18 horas angustiosas, con salida de tanques a la calle en Valencia, por orden del general Milans del Bosch, que solo concluyeron cuando el entonces rey, Juan Carlos I, logró ya entrada la madrugada del 24 la marcha atrás de los militares. Para media España ese es un suceso ya lejano, del que no saben gran cosa más que su fracaso. Pero el 23-F dejó su huella en la democracia española. El golpe marcó un retroceso del proceso autonómico y puso de manifiesto la debilidad de lo nuevo. La llegada de los socialistas al poder, en octubre de 1982, marcó el fin de la Transición y la apertura de una nueva época. Pero 35 años después, los españoles seguimos con la duda de si se ha dicho toda la verdad.

¿Quién forzó la dimisión de Adolfo Suárez en enero? ¿Dónde está la trama civil del golpe? ¿Quién sabía lo que iba a ocurrir? ¿Lo que vimos --a Tejero-- fue lo previsto, o una charlotada tras un plan que se torció? Demasiadas incógnitas. No podemos conformarnos. El juicio de la Historia no prescribe.