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Desde 1970, el marco legislativo de la educación en España ha sido cambiante y, en general, demasiado deudor de los intereses políticos por encima de las necesidades estrictamente académicas. Desde los últimos años del franquismo, España ha tenido siete leyes de educación, cifra que nos habla sobre todo de la falta de consenso en muchas etapas de la historia reciente del país. En 40 años, sin embargo, desde 1975, ha habido un mecanismo que ha sobrevivido a los vaivenes políticos. Es el de las pruebas de selectividad, un sistema que ha servido no solo para medir el conocimiento de los alumnos de secundaria y FP sino para garantizar la igualdad de oportunidades para ir a la universidad.

La LOMCE prevé que el próximo curso ya no se lleve a cabo la selectividad sino que se convierta en una reválida que, en el futuro, prevista y estructurada por el Ministerio de Educación, otorgue el título de bachillerato y sirva también, como han pactado recientemente los rectores de las universidades españolas con la Administración, como baremo para ingresar, a través del distrito único universitario, en los centros de educación superior. En cualquier caso, conviene recordar que esta prueba ha ejercido su función, con críticas, pero con un balance positivo.