En estas semanas de tiempo suspendido entre el pico de la pandemia, el posconfinamiento y el inicio de temporada, la ciudad parece jugar al escondite con el virus y sus consecuencias. Mientras hay tercos, irresponsables, ignorantes -con y sin conocimientos- que dan una rabia tremenda, la mayoría intentamos seguir las reglas del juego.

Este virus no es ningún juego, aunque estemos sometidos a un cierto ensayo-error en medidas políticas y sanitarias. Jugamos tanto que no tardamos ni una semana en hacer de las mascarillas un complemento de moda (a veces pienso que si las hubiéramos podido hacer homologadas y obligatorias antes ahora se verían más seriamente de lo que las ven o lucen algunos). Por la calle, veo un hijo que intenta hablar con su madre a través del cristal de la puerta de la residencia y ambos ríen, pero a mí se me hace un nudo en la garganta. También se me hace, pero de rabia, con las imágenes de unas reuniones a las que llaman fiestas pero que en realidad son ruletas rusas, para los que participan en ellas y para todos nosotros. El juego forma parte de la experiencia humana y por lo tanto también debe estar sometido a unas normas de convivencia que deben hacer posible la vida en sociedad.

Secundo la mayoría de medidas, pero no puedo dejar de pensar en los límites entre el paternalismo y el empoderamiento. El ejemplo de la reducción al absurdo es una charranca institucionalizada, pintada en el suelo en el espacio de la calzada ganado a los coches frente a una escuela.

¿Dónde queda la tiza, el juego que empieza en el mismo acto de dibujar los recuadros, en la magia de la lluvia que los borra y obliga a pintarlos de nuevo o, sencillamente, a jugar a otra cosa? La escuela debe ser también un espacio de libertad para jugar a lo que te dé la gana.

Confiemos que nuestros chavales lo puedan hacer durante todo el curso. H

*Editora