Por unanimidad de los seis magistrados de la sala de lo contencioso, el Tribunal Supremo ha avalado la exhumación de Franco de su tumba monumental en el Valle de los Caídos. Ni siquiera la cuestión de si podía inhumarse en la catedral de la Almudena, como pedía la familia del dictador, planteó dudas a los magistrados, que en menos de una hora decidieron dar la razón al Gobierno en su planteamiento de que los restos descansen en el cementerio de El Pardo-Mingorrubio. Con la decisión del Supremo prácticamente acaba una larga batalla legal iniciada nada más llegar Pedro Sánchez a la Moncloa, en junio del 2018. Ahora, la familia anuncia un recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional que expresa el empecinamiento en poner obstáculos a una decisión democrática por parte de unos familiares a los que la democracia ha tratado con unas atenciones no correspondidas con el mínimo respeto.

Ni la resistencia a ultranza de los herederos de Franco, ni las reticencias de quienes abierta o vergonzantemente mantienen un hilo de continuidad con su legado político, ni las trabas de procedimiento que aún mantiene, aunque ya con dudosa fuerza legal, un juez muy conservador, deberían impedir el traslado. Una victoria indiscutible para miles de personas que han trabajado durante décadas en toda España por la restitución de la memoria histórica de los vencidos.

Con todo, la remoción de los restos del dictador podría haber creado un problema no menor: una hipotética reinhumación en la catedral de la Almudena, a dos pasos de un lugar simbólico para el franquismo como la plaza de Oriente, o en algún otro lugar controlado por la familia Franco, habría podido acabar en la creación de un lugar de peregrinación dedicado a loar la memoria del dictador en condiciones de mucho más difícil control que en el Valle de los Caídos. La opción, por parte del Gobierno y ahora con refrendo judicial, de vetar esta posibilidad y designar un cementerio propiedad del Patrimonio Nacional --aunque algunas asociaciones objeten este uso de suelo público-- es una decisión prudente. Pero deberá ir seguida de una aplicación diligente de otra de las previsiones de la ley de memoria histórica, que prohibe los actos de exaltación del franquismo y la figura del dictador. Y de nuevas iniciativas --reubicación del cadáver de José Antonio Primo de Rivera, dignificación, identificación y devolución a sus familiares de los restos de las víctimas republicanas, recuerdo de los presos que sufrieron trabajos forzados para construir el complejo-- que lleguen a convertir el lugar en un lugar de memoria democrática o que, al menos, neutralicen su carácter de monumento de exaltación de los vencedores.

Sea antes o después del inicio de la inminente campaña electoral --aunque todo parece indicar que la actuación no podrá ser inminente--, ningún cálculo de mayor o menor oportunidad electoral debe impedir que la exhumación de Franco y el traslado de sus restos al cementerio de El Pardo se produzca lo más rápidamente posible para enterrar definitivamente una anomalía -ninguna democracia europea dedica mausoleos a dictadores- que dura más de 40 años.