En nuestro camino cuaresmal hacia la Pascua hemos de convertir o volver nuestra mirada y nuestro corazón a Dios, a su amor y al prójimo. Sólo así podremos descubrir que en nuestra vida hay acciones u omisiones que nos alejan de Dios, de su amor y del amor al prójimo: esto es el pecado. Cuanto más presente está Dios en el corazón de una persona, más sentido tiene para aquello que la aleja de su amor, más conciencia tiene de pecado. Pero también cuando no alejamos de él por el pecado, Dios nos sigue amando. Como el fuego que, por su propia naturaleza, no puede sino quemar, así Dios no puede dejar de amar.

La cuaresma es un tiempo propicio para acoger la misericordia de Dios, para dejarse reconciliar con él y, en él, con los hermanos mediante la confesión contrita de nuestros pecados. Como en el caso del hijo pródigo, Dios está esperando siempre a que regresemos a la casa del padre. Es más: Dios mismo sale a nuestro encuentro y nos ofrece el abrazo del perdón amoroso mediante el sacramento de la penitencia. Los bautizados somos peregrinos por los caminos de esta vida. En nuestro caminar, muchas veces tenemos la tentación de abandonar las sendas de Dios y, a veces, las abandonamos y rehusamos su amistad y su amor. No siempre nos mantenemos fieles a la nueva vida que se nos regaló en el bautismo.

Si dijésemos que no tenemos pecado, nos engañaríamos. Ya el mismo Jesús enseñó a sus discípulos a pedir perdón cada día por sus pecados. Solos nunca podremos liberarnos de nuestras debilidades y de nuestros pecados. Solo Dios tiene el poder de perdonar de verdad los pecados. Y el perdón de Dios nos llega por Cristo y por la Iglesia. La confesión es por tanto el encuentro con el perdón divino, que nos ofrece Jesús y se nos transmite por los ministros de la Iglesia. Acerquémonos a la confesión y dejémonos abrazar por el señor Jesús.

*Obispo de Segorbe-Castellón