Aquel día de agosto, con el sol a punto de esconderse, el podómetro de pulsera de Manolo que le habían regalado para su cincuenta cumpleaños le informaba que, todavía, no había cumplido con los 15.000 pasos diarios que se había programado.

La verdad es que no tenía demasiadas ganas, pero solo por no oír a Mari y a sus hijos con el rollo de la salud y del colesterol valía la pena escaparse un rato de casa. Y cogió la mascarilla, se la puso al codo, enchufó los auriculares a la radio en su smartphone y a caminar.

Nada más salir del pueblo vio que otra de las fincas de naranjos abandonados estaba siendo arrancada con maquinaria pesada. Cabían varias posibilidades, reflexionó Manolo para sus adentros. O bien el dueño, ante una posible situación de crisis grave piensa transformar la finca en una huerta para tener alimentos asegurados. O bien le ha comprado la finca uno de los grandes comercios de naranjas que se están haciendo con el mercado. O quizás es uno de esos que les da igual lo que les pueda pasar en el futuro y se ponen a construir una casa sin licencia arriesgándose a verse sentado en el banquillo de los acusados ante un juez penal.

Posiblemente no era ninguna de esos escenarios. Estaba claro que la fábrica de azulejos, que hacía pocos meses había sido absorbida por el grupo azulejero dominante, habría decidido comprar el huerto para almacenar palets con material embalado y flejado, tal como venía pasando desde hace mucho.

Manolo se preguntó: ¿Cómo puede ser negocio fabricar para estocar y no para vender? Es igual, mañana le pondría el podómetro al perro y que haga él los puñeteros pasos. H

*Urbanista