La consumación del brexit obliga a los Veintisiete a adoptar una serie de medidas de ajuste, redistribución de las cargas y preservación de las herramientas políticas que se han mostrado más eficaces. No se trata solo de la introducción de factores de corrección en el presupuesto plurianual para el periodo 2021-2027, sino de cambiar al alza las aportaciones de los estados, de recortar algunas partidas -ayudas agrarias y fondos estructurales- y de garantizar la continuidad del statu quo, singularmente en la frontera entre las dos Irlandas. Se trata, asimismo, de fortalecer el núcleo duro de la Unión Europea y de consagrar el equilibrio entre Alemania y Francia, cuya complicidad es esencial para preservar el espíritu europeo.

En la discusión presupuestaria son de prever tensiones una vez fijada la indemnización que deberá pagar el Reino Unido -60.000 millones de euros- por diferentes conceptos. Aunque el presupuesto de la UE se quede en el 1,11% del PIB comunitario, un porcentaje realista, ya se han alzado voces que consideran que nunca las cuentas deberían superar el 1%, lo que sin duda obligaría a más ajustes. La discusión remite como siempre al descontento de los contribuyentes netos, que estiman su aportación excesiva, y a la exigencia de los receptores netos de no ver reducidas las ayudas que permiten a sus economías acercarse paulatinamente a las de los socios más ricos.

El debate no es solo técnico, sino también político. Para los países del Este, las ventajas económicas que supone ser miembro de la UE pesan mucho más que el progreso en la construcción política de Europa, en la institucionalización de sus estructuras y en las cesiones de soberanía. Pero para los miembros más veteranos es esencial disponer de instrumentos político-económicos que permitan hacer frente a la competencia británica si, como se insiste cada vez más, los planes de Boris Johnson incluyen un desarme fiscal que a la larga haga del Reino Unido algo parecido a un Singapur al otro lado del canal de la Mancha.

De igual manera, los riesgos de desestabilización en la frontera entre las dos Irlandas son a partir de ahora más probables que nunca desde que se firmó el acuerdo de Viernes Santo de 1998. Salvo que en el periodo transitorio que empezó ayer arraigue la idea de que el mantenimiento de la frontera blanda (backstop) es esencial para garantizar la paz en el Ulster, la posibilidad de que se degrade el clima social y político pasará a formar parte de las preocupaciones permanentes. Quizá el hecho de que los conservadores disponen en la Cámara de los Comunes de mayoría absoluta y no precisan el apoyo de los unionistas, como sucedía en el anterior Parlamento, es la mejor garantía de que Boris Johnson no forzará la situación y dejará que las cosas sigan más o menos como hasta ahora. Una hipótesis tranquilizadora que seguramente desviará la atención en el Reino Unido y en la UE hacia Escocia, cuya primera ministra sueña con una independencia que permita el regreso a Europa a la mayor brevedad.