El alcoholismo, con las graves consecuencias sanitarias y sociales que acarrea, es una de las principales lacras de la sociedad. Todos los fines de semana en cualquier rincón se repite la misma imagen de grupos de jóvenes bebidos después de haber participado en botellones colectivos en plazas y calles. En muchos casos se trata de menores de edad que participan en un ritual de alcohol que tiene nefastas consecuencias para la salud, como atestiguan los testimonios de médicos y enfermeras que trabajan los fines de semana en los principales hospitales del país. Resulta evidente que no podemos continuar impasibles ante esta situación. Cabe, pues, aplaudir que en las Cortes se esté ultimando una ley contra el consumo de alcohol en menores.

El informe que debe servir de base para la legislación, aprobado por una ponencia conjunta Congreso-Senado, plantea medidas llamativas, como que la policía pueda llevar a cabo controles de alcoholemia en la calle a menores o sanciones a los padres de hijos reincidentes. Cuando la negligencia paterna sea patente, se prevé iniciar el proceso para retirar la custodia a los progenitores. Estas propuestas han causado polémica en muchos ámbitos, ya que resulta chocante que se sancione a los padres por las actitudes que tienen los hijos.

El problema del alcoholismo juvenil no es un asunto tan solo de los menores y de sus padres, sino que afecta a toda la sociedad. La tolerancia hacia el alcohol se encuentra en todas las franjas de edad y capas sociales, como demuestra el hecho de que el lobi de fabricantes y distribuidores haya logrado frenar hasta cuatro proyectos legislativos que limitaban el consumo. Es de esta tolerancia de donde nace el consumo masivo entre los menores, así que antes de llegar a decisiones drásticas como las sanciones cabe profundizar en las campañas de sensibilización. Hay que controlar la publicidad, hacer cumplir todas las leyes vigentes, reglamentos y ordenanzas municipales y autonómicas en vigor, controlar los lugares (y las personas) que venden alcohol a los menores y promover alternativas de ocio que vayan más allá de la borrachera masiva y socializada como forma de diversión. La familia, en efecto, es un entorno clave en el que atajar el consumo de alcohol de los menores, y en casos flagrantes de negligencia el Estado debe actuar, pero el problema no se solucionará solo multando a los padres. Urge cuanto antes limitar el consumo.