La cada vez más evidente proyección de poder, tanto diplomático como militar, que protagoniza de forma paulatina Rusia en el Mediterráneo oriental apunta hacia un nuevo y preocupante escenario geoestratégico en esa región clave del planeta. No hay duda de que a ello ayuda decididamente un Donald Trump cuya convulsa y aislacionista política exterior está dejando vacíos que aprovechan sus grandes rivales, Rusia y China, para afianzar sus piezas en el tablero internacional. Y ello resulta muy claro en el caso del Kremlin. Recientemente, y nada más anunciar Putin la retirada victoriosa de tropas de Siria, el Parlamento ruso anunció negociaciones con Damasco para activar una instalación portuaria en Siria capaz de acoger y avituallar a los navíos de la flota rusa, que por cierto surcan el Mediterráneo cada vez en mayor número y frecuencia. En paralelo, Moscú incrementa su ofensiva diplomática en Argelia, Egipto, Libia y, sobre todo, Turquía, clave en la zona. En estos países la llegada del amigo ruso es bien recibida: les sirve de contrapeso frente a la UE y Washington y, por otro lado, no reciben demandas de democratización interna como les sucede cuando negocian con Occidente. Ante la ineficacia de la diplomacia europea y los erráticos movimientos de la administración de Trump, Putin no encuentra mayores problemas para avanzar con paso firme en una región muy delicada para la estabilidad política mundial.