El otro día me preguntaron cómo será el verano del 2020 y respondí una obviedad: que aún no lo tengo claro, pero que me gustaría que fuera un verano de reencuentro. Si me hubieran preguntado por cómo creo que pasará a la historia el capítulo político de esta pandemia, ahí no tengo dudas: como la enésima demostración de que 40 años de franquismo nos legaron una derecha que aún se cree la única con derecho a mandar. Y por eso, cuando no manda, se enrabieta y la lía.

Lo hizo tras la vergonzosa mentira del 11-M y su merecida derrota electoral. Lo repitió cuando ETA estaba en las últimas y el Gobierno intentaba evitar el riesgo de sus últimos coletazos. Insistió tras embarrancar con la corrupción y salir Rajoy por la puerta de atrás. Y reincide ahora con la bravuconería ultra de Vox como instrumento. Acoso y derribo en tiempos de pandemia, con los grandes fantasmas de la tragedia española en danza: la bandera en propiedad, la invocación de la amenaza comunista, del desafío separatista, el honor, Dios, la patria y el Rey. Y la sospecha, si no la evidencia, de que hay gente de todos los ámbitos metida en el ajo.

Pero si la historia se cuenta con rigor habrá que anotar también la ristra de meteduras de pata, pecados de arrogancia y episodios de cainismo que, también una vez más, ha desplegado la izquierda. Por eso me irrita tanto la nueva ofensiva contra los --presuntos-- equidistantes cuando se atreven --nos atrevemos-- a criticar las homilías presidenciales, el incomprensible baile con las cifras de muertos y contagiados, el disparate del acuerdo con Bildu o cómo ha gestionado Fernando Grande-Marlaska el asunto de Diego Pérez de los Cobos.

Porque una cosa es la equidistancia y otra defender ideas propias en cada momento. Es una pena que los satélites que orbitan alrededor de un Gobierno que se dice progresista no lo entiendan. Deberían saber que la petición de adhesiones inquebrantables corresponde a otra página de la historia. Y no precisamente brillante.

*Periodista