En Estados Unidos y en la Unión Europea se intenta desde hace ya algunos años fiscalizar de cerca la actividad de las grandes corporaciones tecnológicas que operan en la red. Se quiere evitar que estas empresas, ya muy poderosas y con grandes cuotas de mercado, deriven en imperios monopolísticos que impidan la aparición y consolidación de cualquier tipo de competencia en su sector. Amazon, en la venta minorista, Apple, con su Lotienda propia de aplicaciones, Google, con su navegador o Facebook, en las redes sociales, son los exponentes más visibles de esta amenaza. También genera preocupación entre ciudadanos y gobiernos la utilización abusiva y opaca de los datos que los usuarios de internet ceden voluntaria y gratuitamente a las empresas para que estas los exploten comercialmente y analicen para poder prever nuestro comportamiento futuro.

En los albores del siglo XXI se popularizó la profecía de que los datos serían el petróleo de la nueva modernidad. Los dispositivos móviles inteligentes y la conexión permanente convirtieron hace ya mucho en realidad esa intuición. La gestión de datos asociados a la experiencia de cada usuario es hoy un floreciente negocio. Facilita a las empresas información de gran valor para prever qué necesidades --muchas de ellas reales, que pueden ser ahora satisfechas de formas que nunca hubiésemos imaginados, pero también sugeridas--- van a querer satisfacer los clientes. También políticamente genera pingües beneficios, como ha quedado ya acreditado en muchas elecciones, como las que llevaron a Donald Trump a la presidencia de EEUU.

Ambos riesgos, el monopolístico y el de la poca transparencia en el tratamiento y uso de la información que nosotros mismos generamos como ciudadanos, merecen ser monitorizados con precisión por los poderes públicos . Aunque tan dañino podría llegar a ser mantener los ojos cerrados ante estas amenazas de nuestro tiempo como caer en un infantil alarmismo que favoreciese tesis de una radicalidad sin sentido contra las redes sociales y las empresas tecnológicas en su conjunto.

Se equivocan quienes niegan alegremente los riesgos y amenazas asociadas a este nuevo modo de relacionarnos, consumir y entretenernos. Pero también yerran quienes no aprecian los posibilidades de acceso a información y servicios que nos supone, o aquellos que se abonan sin criterio a extrañas y ridículas teorías de la conspiración sobre el modo en el que las grandes compañías controlan nuestras vidas, como si hubiésemos dejado ya de tener conciencia propia como individuos.

El sistema económico necesita de la libre competencia para evitar los abusos sobre el consumidor. La democracia liberal se asienta sobre la necesidad de evitar cualquier tipo de abuso sobre el ciudadano. De ahí que ambas cuestiones, la excesiva concentración de poder en pocas manos y la mercantilización poco transparente de nuestros datos, requieran decisiones que, lejos de los prejuicios de apocalípticos o integrados --por utilizar la terminología de Umberto Eco --, tengan en cuenta exclusivamente el interés del ciudadano.