Hace unas semanas no podíamos sospechar lo que se cernía sobre nosotros. Nuestra vida ha cambiado radicalmente con el covid-19. Apenas con una semana de confinamiento, ya echamos de menos pasear, ver a los niños en los parques, tomarnos unas tapas en una terracita e incluso, ir a trabajar.

Pero ante esta terrible epidemia podemos deprimirnos, esconder la cabeza y pensar que el mundo se acaba, o sacar lo mejor de nosotros mismos y aprender. Porque ¿para qué queremos la vida si no es para aprender? No voy a recordar cuánto sufrimiento está trayendo este malnacido virus. Pero de nosotros depende que ese sufrimiento quede en vano o nos haga mejorar como personas y como sociedad.

A mí, personalmente, me está ayudando a recordar cuánta gente buena hay en el mundo. Veo profesionales de la sanidad pública y a otros trabajadores dando lo mejor de sí mismos, entregándose y arriesgando sus vidas por ayudar a quien lo necesita, hasta caer extenuados. Veo a estudiantes universitarios que, sin ser todavía sanitarios, se ofrecen como voluntarios para ayudar en hospitales; a millones de personas que cada día a las ocho de la tarde salen a los balcones y se dejan las manos aplaudiendo a sus nuevos héroes, los sanitarios; a personas que lo último que hicieron antes del confinamiento fue donar sangre… Veo a toda una sociedad volcada en hacer frente a esta pandemia y doy gracias a la vida de que todavía me emocione ver a una multitud unida, persiguiendo un mismo propósito, en un mundo en el que, a veces, la individualidad nos vuelve idiotas.

Esta epidemia nos enseña que la vida es frágil y fugaz. Muchas personas han sentido esto alguna vez, cuando les han diagnosticado alguna enfermedad grave o cuando han perdido a un ser querido. Cuando eso sucede nos volvemos sabios durante un tiempo, hasta que la cotidianeidad nos empuja, hace que olvidemos lo realmente importante y volvemos a enfadarnos por nimiedades. Pero esta epidemia nos golpea a todos a la vez. Y por tanto, ese aprendizaje lo podemos hacer juntos, como sociedad. Perderíamos una gran oportunidad si esto no nos hiciera reflexionar y, si al acabar (porque acabará), volviéramos a ser esos seres que solo se preocupan por encontrar una ganga en las rebajas. Darnos cuenta de que la vida y la salud no son bienes seguros y perpetuos nos tiene que hacer pensar en la importancia de disfrutar de lo realmente importante de la vida y de las pequeñas cosas que nos dan momentos fugaces de felicidad que ni siquiera valoramos. Por ejemplo, el extraordinario goce de estar con nuestros seres queridos, abrazarlos y besarlos, ahora que solo podemos escucharles a través del teléfono, verles por una videollamada, ahora que parecemos una sociedad plastificada y que todos nos hemos convertido en un peligro para los demás. Este no es de los virus más graves biológicamente pero aisla a las personas, les priva del contacto físico y del afecto de los demás y, en ese sentido, es un virus cruel. Esta crisis nos tiene que enseñar también lo relevante de mantenernos unidos como comunidad, cuando un peligro amenaza nuestro bienestar. También podemos aprender que la salud es un bien colectivo y la responsabilidad que tenemos respecto a la salud de todos los que nos rodean.

No seríamos dignos de ser llamados humanos si esta crisis sanitaria no provocara una erupción de empatía y solidaridad hacia los más gravemente afectados por ella. Y si no nos hiciera comprender lo duro que es sentirse aislado solo por tener un virus ¿Lo recordaremos cuando volvamos a tener la tentación de estigmatizar socialmente a personas que tienen Sida, problemas de salud mental, una discapacidad o simplemente una piel, unas creencias o una sexualidad diferente a la de la mayoría?

Este maldito virus tiene que hacer brotar de nuestros ojos lágrimas de solidaridad, admiración y cariño por nuestros mayores. ¡Es tan triste oír en ocasiones que no nos debemos preocupar porque los que más están muriendo son los mayores! ¿Acaso no recordamos que fueron ellos los que nos dieron la vida, todo lo que tenemos, lo que somos, los que nos permitieron sobrevivir a la gran crisis económica, los que pagaron con sus impuestos el sistema sanitario que hoy disfrutamos? Las personas mayores merecen nuestra veneración. Son como olivos centenarios que la muerte está arrancando y cada persona mayor que nos abandona es un verdadero drama para la humanidad.

Y esta crisis nos tiene que enseñar la importancia de no escatimar recursos en un sistema sanitario público, universal y de calidad. Tenemos la suerte de disponer de uno de los mejores sistemas sanitarios públicos del mundo. La defensa de la sanidad pública no debería depender de ninguna ideología concreta. A pesar de las heridas que le hemos causado dejándolo abandonado y sin recursos durante años, seguimos teniendo a los mejores profesionales allí, sigue siendo universal de manera que ninguna persona, por pocos recursos que tenga, tiene que vivir con el miedo a no ser atendido si enferma. Somos la envidia del mundo y nuestro sistema sanitario y el comportamiento de la población son las únicas cosas que pueden salvarnos la vida.

Si abrimos bien los ojos y los oídos, si aprovechamos la gran oportunidad que nos brinda esta desalmada epidemia para aprender, podemos salir reforzados como personas y como sociedad ¡Hagamos que tanto sufrimiento haya servido para algo! H

*Decano de la Facultad de Ciencias de la Salud de la UJI