Las cinco penas de muerte dictadas por un tribunal saudí por el asesinato del periodista Jamal Khashoggi y las condenas a 24 años de cárcel para tres cómplices del delito despiden el olor nauseabundo de una componenda judicial encaminada a blindar la figura del príncipe heredero, Mohamed bin Salman, y de su colaborador más próximo, Saud al Qahtani. Mientras servicios de inteligencia como la CIA sostienen que la muerte y descuartizamiento de Khashoggi fue una operación planeada por el heredero al trono y su entorno para acallar una voz extremadamente crítica con un régimen de perfiles medievales, son demasiados los gobiernos occidentales que mantienen un silencio ominoso después del fallo del juicio.

En realidad, no hay margen para la sorpresa: pocos están dispuestos a cometer la osadía de desautorizar a la monarquía saudí, que acaba de sacar a bolsa la petrolera Aramco, la compañía más valiosa del planeta (1,68 billones de euros). Solo razones económicas explican la prudencia que los gobiernos aplican a las críticas --cuando las hacen-- al trono de Riad, las mismas que llevan a las democracias consolidadas a mirar hacia otro lado.

Tampoco debe sorprender a nadie esta aceptación pusilánime de la realidad, incluido el status de las mujeres, súbditas de segunda, que no es obstáculo para organizar competiciones deportivas de proyección internacional. Después de jugarse en Riad la final de la Supercopa de Italia, están programados el Rally Dakar y la Supercopa de España, sin reconsiderar esta opción los responsables. Arabia Saudí tiene barra libre.