Miquel del Pozo es un buen amigo que ha reavivado, en mí y en muchos oyentes de La Ventana, el placer de disfrutar del arte; sin prejuicios y sin pedantería, pero con una pasión contagiosa. Su divisa está clara: no es necesario entender nada, no hay códigos, solo se trata de sentir. Si el David de Miguel Ángel te conmueve, fantástico; si el universo de Bill Viola te cautiva, disfrútalo; si el Guernica de Picasso te revuelve, fenomenal; y si Goya o El Bosco te aturden, mejor aún. Pero si te la sopla todo, pues no pasa nada.

Desde esa libertad, escuchar a Miquel supone un regalo enorme. Y no son pocas las ocasiones en las que este arquitecto, que no entra a ningún museo sin un cuaderno para dibujar, plantea los diálogos que establece el arte con la vida… y con la muerte. El otro día, en pleno ataque de tristeza por el adiós de Pau Donés, me envió un mensaje recordando una frase de Virginia Woolf en La señora Dalloway, cuando dice: «Todos tenemos amigos que han muerto en la guerra». Y cómo él la subrayó en su día, pensando que es un alivio que no estemos en guerra, pero que enfermedades como el cáncer --o ahora el dichoso coronavirus-- nos sitúan, a veces, en una tesitura parecida porque las bombas caen muy cerca. Padres, hermanos, amigos… A todos nos toca o nos tocará.

Y AQUÍ lo importante, al menos para mí, es la actitud de quienes han tenido la desgracia --¿o la suerte?-- de ser advertidos con tanta claridad. Algunos se dan por amortizados a partir de ese día y dimiten. Lo respeto y lo entiendo. Pero prefiero a los otros, los que --como Pau, como Robinson-- no traducen un diagnóstico como renuncia de ejecución inmediata, sino como recordatorio de lo que ya sabemos: que tenemos fecha de caducidad. Creo que si nos educaran para afrontar mejor esta realidad seríamos un pelín más felices; o viviríamos menos angustiados. Seguro que Miquel se lo enseñará a otro Pau, su pequeño. Porque no hay arte más valioso que aprender a vivir. Y a morir.

*Periodista