Artur Mas dio ayer un nuevo «paso al lado» y anunció que deja la presidencia del PDECat, el partido heredero de la antigua Convergència y que forma parte de la lista Junts per Catalunya con la cual el expresident Carles Puigdemont logró ser la formación independentista más votada en las elecciones del 21-D. Mas abandona la presidencia en pleno debate (alguno diría lucha) en el seno del independentismo sobre quién debe ser el próximo presidente de la Generalitat de Cataluña y tan solo un día después de que admitiera ante la ejecutiva del PDECat que la mayoría absoluta del independentismo en escaños en el Parlament no es suficiente para imponer su proyecto, dado que en votos equivale al 47,5% de la población. La renuncia de Mas a presidir el PDECat (que no a la política, según enfatizó) es un buen reflejo de la situación que vive el independentismo. Por un lado, ejemplifica la disyuntiva abierta tras el fracaso de la vía unilateral: o mantener la confrontación directa con el Estado (que es la línea que defiende Puigdemont) o, sin renunciar a la independencia, acatar el marco legal y formar un Govern con la intención de gobernar, que es la tesis que ante la ejecutiva defendió Mas y que sostiene parte de ERC, por ejemplo.

Pero la marcha del expresident de la Generalitat también es un crudo recordatorio del alto precio legal que los líderes del independentismo están pagando por su pulso con el Estado. Mas admitió que el segundo motivo por el que deja la presidencia de su partido es para poder concentrarse en los tres procesos legales que tiene abiertos: el del 9-N en el Supremo y el Tribunal de Cuentas y el del 1-O. La vida política catalana no puede abstraerse del hecho de que el liderazgo del independentismo afronta graves procesos judiciales a causa de la decisión de vulnerar el marco legal. Conviene tener en cuenta que muchas de las decisiones que se están tomando estos días, no solo la de Mas, tienen relación con ello. Y como guinda, el lunes está prevista la sentencia del caso Millet.