Querido/a lector/a, reconozco que cada vez que me siento delante del ordenador para preparar el comentario que ocupa este rincón, inicialmente, y aunque no tenga tema a desarrollar, siempre me exijo no volver a hablar del coronavirus. Te lo aseguro. Posiblemente porque el coronavirus está en todas partes: en los cerebros y en los medios de comunicación y tecnologías que, en esta difícil época de enclaustramiento, nos mantienen conectados con las personas y la actualidad.

Tanto es así, me refiero al agobio que pueden causar, que algunos psicólogos advierten de que una sobredosis de información sobre el coronavirus junto con la obligada soledad puede generar ansiedad. Pero además, mi cotidiana necesidad de no escribir del coronavirus también es porque parece que lo paraliza todo y no es así. Digo, que casi todo lo puede tapar o situar, respecto de los medios, en zona opaca u oscura. Pero a pesar de ello, la amplitud y pluralidad de lo que es la vida se abre camino y sigue con hechos e historias. Incluso en los hospitales están, entran y salen enfermos de otra realidad, y hay mujeres, madres, que siguen pariendo, dando la vida y mirando el mañana con esperanza. Así es que, por todo lo dicho, no quería ni quiero escribir del coronavirus.

No obstante, cuando iba definitivamente a hablar de las Olimpiadas, de su cancelación, no me encontraba tranquilo y cambié a lo de siempre. No sé si es por la indignación que han provocado las declaraciones de la consellera de Sanidad sobre los médicos o porque, me guste o no, el coronavirus es una pandemia que afecta a todo el globo y a la humanidad y, en consecuencia, intentar ignorarlo sería algo así como mear fuera del tiesto. Más o menos.

*Analista político