La tradicional rivalidad entre Barça y Espanyol ha superado estos días la delgada línea roja de la corrección política y se ha convertido -tanto por los incidentes en el terreno de juego como por las agrias y enconadas declaraciones de jugadores y dirigentes- en una pelea de tono chulesco, casi de tintes callejeros, que ha tensado las relaciones hasta extremos que llevábamos mucho tiempo sin ver.

La confrontación centenaria entre los dos principales clubs catalanes ha vivido episodios de todo tipo a lo largo de la historia. La evidente diferencia de potencial ha funcionado como una continuidad de pulsos electromagnéticos que a veces, como ahora, han derivado en tormentas. Pero los derbis se habían desarrollado en los últimos tiempos en un entorno estricto de competitividad futbolística e incluso de una cierta amabilidad pública. Hasta hoy. Partidos demasiado cercanos uno del otro, que implican una dialéctica inmediata de ofensa y venganza, de asunción de los duelos deportivos como confrontaciones personales, de excesos verbales y de una dureza exacerbada, nos han llevado hasta aquí. Conviene que haya paz, que el miércoles, en la vuelta de la eliminatoria de Copa en Cornellà, las aguas vuelvan a su cauce.