El 12 de agosto de 1992, tres días después de la clausura de Barcelona-92, el suplemento especial de El Periódico abrió con una foto de Pasqual Maragall extendiendo los brazos con una euforia desbordada, en mangas de camisa y corbata floreada, sentado en la terraza de su casa de Collserola (Barcelona), y con el siguiente titular: «Misión cumplida». El mejor alcalde de la ciudad en al menos cien años podía, efectivamente, estar satisfecho porque los Juegos Olímpicos que acababan de terminar habían sido, como apuntó Juan Antonio Samaranch, los mejores de la historia y, lo que fue aún más importante, habían servido para colocar a Barcelona en primera línea del mapamundi y, de puertas adentro, para transformar la ciudad en una capital de corte moderno, abierta al mar y al mundo.

La obsesión de Maragall había sido siempre que los Juegos debían de estar al servicio de la ciudad y no la ciudad al servicio de los Juegos. Y la persecución de ese objetivo debía estar encabezada por el Ayuntamiento de Barcelona, en colaboración con las otras administraciones, pero el mando efectivo debía residir en el equipo municipal, con Maragall y Josep Miquel Abad al frente. Esta obstinación provocó algún conflicto con la Generalitat de Cataluña y el Gobierno central, pero el balance de la colaboración de las tres administraciones fue finalmente muy positivo. Igual que lo fue la intervención de la iniciativa privada, que aportó un tercio de las inversiones totales, que rozaron el billón de pesetas (unos 6.000 millones de euros, casi 11.000 en cálculos actuales). Los dos tercios restantes correspondieron al sector público y la mayor parte (37%) corrió a cargo del Gobierno central. La Generalitat catalana contribuyó con el 18% y el 16% recayó en el Ayuntamiento de Barcelona.

Pero, más allá de las cifras y de la transformación urbanística de Barcelona, lo que recuerdan 25 años después quienes vivieron aquellos días en directo es el entusiasmo con que se preparó la cita -con miles de voluntarios fervientemente involucrados-- y la emoción que se respiraba en todos los rincones de la ciudad durante aquellas dos semanas olímpicas. Barcelona tenía esos días una luz especial que enamoraba a sus miles de visitantes.

Porque la Barcelona que conocieron esos visitantes ya no era una ciudad degradada, cerrada al mar y con déficits enormes en infraestructuras y comunicaciones. Los ayuntamientos democráticos habían emprendido desde 1979 la transformación de la capital catalana, pero fue necesario el gigantesco esfuerzo de los Juegos Olímpicos de 1992 para culminar la gran tarea. Una de las herencias ha sido la explosión del turismo, fenómeno que ahora se cuestiona muchas veces sin mayores matices, pero que constituye un gran activo que hay que conservar siempre con una regulación adecuada.

Barcelona ha salido también bien parada de otros de los mayores peligros que pueden arrastrar unos Juegos Olímpicos: las pérdidas económicas tras inversiones gigantescas y la reutilización de las instalaciones deportivas una vez la llama olímpica se ha apagado. Si se compara con la deuda financiera que arrojó Montreal o con los desastres de Atenas y de Río de Janeiro, el balance de Barcelona resulta a todas luces positivo. Pero el éxito no nos debe hacer caer en la nostalgia, pese a que hay ahora un ambiente político muy distinto del que alumbró Barcelona-92. Vivimos tiempos de confrontación, en lugar de colaboración, hasta el punto de que sería muy difícil organizar ahora otro acontecimiento similar con la complicidad con que se llevó a cabo el que ahora recordamos.