Benvenuti al Sud es el título de una película italiana de 2010. Una comedia que narra el traslado, como castigo laboral, de un empleado al sur de Italia. De manera irónica y entrañable describe dos formas de vida contrapuestas en las costumbres y en las relaciones personales. No es algo exclusivo de Italia, ocurre también esa dualidad entre el Norte y el Sur en otros países europeos; incluso, esa contraposición existencial entre el Norte y el Sur caracteriza a muchas de sus latitudes europeas.

Pasé unos días en agosto en Cerdeña. Fui a visitar Iglesias, una pequeña ciudad situada al oeste de Cagliari. Allí, se me aproximaron dos jóvenes universitarios que pedían la opinión de los visitantes para una encuesta sobre cómo salir su tierra del, a su juicio, atraso económico y limitado desarrollo social. En nuestra conversación, esos estudiantes se lamentaban del abandono gubernamental que sufren, a la vez que mostraban su orgullo por pertenecer a aquella comarca mediterránea. Animados por nuestra charla, exclamaron: «¡Viva la Europa del Sur!», a lo que yo me atreví a rectificarles y les dije: «No, ¡viva Europa! y ¡vivan los europeos del Sur!». Esa escena en tierras sardas me hizo pensar inmediatamente en las novelas de Andrea Camilleri, protagonizadas por el comisario Salvo Montalbano en la compleja sociedad siciliana. Los relatos de Camilleri describen extraordinariamente una realidad próxima, en personajes y paisajes, a nosotros; a la vez que lejana por las lacras seculares que lastran la convivencia en las tierras sicilianas. Pero el humanismo y la solidaridad envuelven su compleja realidad, como nos ocurre a nosotros.

¡Qué duda cabe que las diferencias entre el Norte y el Sur son ciertas! Lo han sido desde siempre, o al menos desde hace siglos; el luteranismo y el catolicismo se apoyaron en ellas para establecer dos bloques religiosos basados en dos formas de entender la vida. No es difícil coincidir en que, sin embargo, han sido proyectos culturales compatibles a lo largo de la Historia. Unas diferencias que han variado con el tiempo. Sus influencias, sus contribuciones culturales y el progreso económico se han ido transmutando a lo largo de los siglos. Apenas hace cien años la literatura tenía escaso desarrollo en los países del Norte, mientras que el Renacimiento fue obra del Sur, como la Grecia de Pericles.

Pero la dificultad de ensamblar Norte y Sur surge cuando se pretende su articulación en una obra política común: la unificación y el proyecto de desarrollo económico y social compartido que debe caracterizar el futuro de la Unión Europea. Surgen entonces los agravios y los abusos. Tal ha sido el caso de la reciente crisis económica. El Norte, poderoso, marcó el camino para salvar los obstáculos económicos, y lo hizo con incomprensión hacia el Sur. Schäuble y otros responsables de economía del Norte miraron de forma condenatoria al Sur. Sus políticas de austeridad culpaban a los malgastadores del Sur. Pero, ¿son solo austeros en el Norte y somos manirrotos solo los del Sur?

De ahí arrancan los recientes populismos, los del Norte y los del Sur, que tienen en común que solo ven los defectos del otro. Para unos y para otros, el vecino tiene siempre la culpa. De esta manera piensan el neerlandés Wilders en el Norte o la Lega Italiana en el Sur, Le Pen, Vox y todos aquellos que no comparten valores tan europeos como son la tolerancia y la fraternidad.

Se equivocan los que enfrentan el Norte con el Sur: el Norte necesita el Sur y el Sur necesita el Norte. Son complementarios. Los nacidos en el Sur tenemos motivos de orgullo: Ulises, paradigma de la inteligencia y la astucia, simboliza como pocos el Sur. Nuestra es la herencia civilizadora grecorromana y las bases históricas y los valores europeos compartidos tienen su origen en el Sur, desde Atenas hasta Florencia, desde el Renacimiento hasta la Revolución Francesa. Pero también el Norte aporta tanto como nosotros. Hay que aprender mucho de ellos y de las bases en las que asientan su progreso, de su cultura al trabajo metódico, de la disciplina social en la consecución de los objetivos sociales y colectivos. Viajo con frecuencia a Holanda, en particular a Delft, caracterizada por su alto nivel económico y por su respeto y valoración de lo público. Su austeridad es ejemplar: no hacen ostentación de lujo alguno.

¿Cómo salvar armónicamente nuestras diferencias, sin renunciar a ellas? Decía Jean Marie Colombani en su obra Tous americains?, que a los europeos nos gusta la diversidad cultural y no somos partidarios de la uniformidad. ¿Cabe pensar en una posible doble velocidad en la construcción europea? No, eso sería una contradicción con los principios que sustenta la unificación y favorecería el crecimiento de la desigualdad, no su corrección, como debe corresponder a nuestro proyecto común. Otra cosa distinta es la imprescindible reforma del actual sistema de mayorías para la toma de decisiones.

Europa es un proyecto único, unificador. El enemigo del Sur no es el Norte, ni al revés. Norte y Sur tienen un enemigo común, el populismo o las ideas supremacistas.

Necesitamos una Europa unida que proteja la convivencia segura y que también se ocupe de asuntos de carácter social. Al Norte y al Sur les hace falta más solidaridad. La creación de riqueza que busca la unificación de los europeos lleva unida de manera inexorable la solidaridad. También necesitamos una Europa que acoja. Y ahí se plantea el problema de la llegada de refugiados, que no es un problema particular del Sur, sino que atañe a toda Europa. ¿Dispone la Europa comunitaria de capacidad política para resolver problemas de tamaño calado? Creo que aún no; se necesitaría mayor transferencia de soberanía de los Estados miembros a los órganos políticos de la Europa unida, a la par que se mejoren sinergias económicas, comerciales, etcétera. Cuentan que una vez dijo Kissinger, de manera mordaz sobre las divisiones de los europeos, «¿cuál es el teléfono para llamar a Europa?» La respuesta no es otra que más Europa, más soberanía compartida, más esfuerzos unificadores.

*Rector honorario de la Universitat Jaume I