Un día del mes de agosto pasado pedí desde estas páginas permiso a Mariló Boera para dedicar un libro a su familia, tan significada y de tan alta estima en Castellón. Me inspiraba en la Villa Rosita, la de sus bellas y originales chimeneas, que luce en la Almadraba y a la que el titular Ramón James Boera añadió en la parte trasera un refugio antiaéreo cuando comenzó el conflicto bélico del 36.

Pasado el tiempo, el refugio se convirtió en un edificio de apartamentos con entrada desde la calle del Conde Bau y alrededor de aquel enclave hay el aroma de cien historias de amor, de fiesta y de trabajo. Latidos de vida, en suma. Bueno, lo digo ahora porque este último mes de mayo tuve el honor de presentar en la Fira del Llibre de Castelló mi último libro, titulado Familias de Castellón, en cuya portada hay la espléndida fotografía de un grupo familiar con don Enrique Gimeno Tomás, doña Dolores Nebot, su primera esposa, la guapísima Rosa Gimeno -Rosita- y su marido el señor Boera, los padres de Mariló. Tal vez por la foto, la primera edición del libro se agotó rápidamente y eso ya nadie puede evitar que sea historia de nuestro tiempo. Lo cierto es que también este año percibo el humo de los barcos que nos llega muy a menudo desde el horizonte, con el eco de sabores y olores de siempre, repite los colores inigualables de Benicàssim, recuerda la brisa que disfrutamos por la conjunción de mar y montaña, tan unidos aquí, tan amados por todos nosotros, los de ahora y quienes escribieron sus páginas vitales, aquellos seres humanos, familias enteras que fueron protagonistas a finales del siglo XIX y crearon la semilla de un veraneo junto al mar, en tierras de secano, para el regusto de quienes han ido llegando a través de todo el siglo XX. Incluso en este mismo tiempo. Y como en cada momento han aparecido notarios o cronistas que daban testimonio de lo que iba ocurriendo, nos es fácil ahora ir repitiendo lo que ellos iban escribiendo. Yo no puedo olvidar lo que he gozado leyendo lo que escribía mi amigo José Luis Aguirre. Envuelto en el cariñoso abrazo que le envío, repito lo que él dejó escrito:

“La expedición a la playa del Voramar era espectacular. Cubos, palas, baldes de hierro, hojalata o estaño, celuloide, ropas, sandalias, albornoces, gorros de baño, toallas, sombrillas, tíos y tías, muchachas y señoritas de compañía en caravana. Buscando la arena, cruzábamos el paseo de las villas con sumo cuidado porque podía pasar un coche y arrollarnos, o la motocicleta inglesa del sportman de la época, o lo más normal, las bicicletas de algunos veraneantes que, todo hay que decirlo, paraban muchas veces sus máquinas para dejarnos cruzar con bien...”

Era otro tiempo, claro. Aquel en el que el grupo humano del que formaba parte José Luis podían admirar aquella señora gorda sentada en una silla de anea dentro del agua y que no llevaba traje de baño si no traje de viuda, porque lo era y le habían recomendado no baños de mar, si no de ola. Lo gracioso es que poco a poco la silla de anea se iba hundiendo en la arena y los muslos blancos, que la falda arremangada dejaba ver lustrosos e insultantes, desaparecían hasta que la señora se levantaba con harto trabajo, desarenaba la silla y la trasladaba trabajosamente dos metros más allá para seguir disfrutando de ola facultativo. H